Matrimonio con fecha de caducidad: ¿Cómo llegamos a esto?

Julio de 2025

La propuesta que actualmente discute el Congreso de Jalisco sobre matrimonios temporales, con vigencia de entre dos y cinco años y posibilidad de renovación, no es una ocurrencia aislada ni una provocación sin fundamento. Es una expresión clara de una crisis social más profunda: la del desgaste de la institución matrimonial y de la falta de respuestas eficaces por parte de quienes deberían haberla defendido y acompañado a lo largo de las décadas.

En términos prácticos, la iniciativa busca reducir el colapso de los juzgados familiares por procesos de divorcio. En Jalisco, cerca del 45 % de los casos judiciales corresponden precisamente a divorcios. 

La propuesta permitiría que las parejas, en lugar de verse atrapadas en largas batallas legales, simplemente opten por no renovar su contrato al cabo de algunos años. Es una fórmula sencilla, pero que implica un cambio profundo de paradigma: el matrimonio ya no sería un pacto para toda la vida, sino un contrato con vigencia determinada, como si se tratara de un arrendamiento emocional.

Pero ¿realmente sorprende que hayamos llegado a esto?

El matrimonio —como idea, como vocación, como proyecto de vida en común— se ha debilitado profundamente. Y no se trata de una “moda moderna” o de una “pérdida de valores”, como alegan algunos sectores conservadores. La verdad es más incómoda: hemos descuidado el matrimonio como sociedad. Lo han descuidado las políticas públicas, lo ha descuidado la educación emocional, y sí, también lo ha descuidado la Iglesia.

La Iglesia, que durante siglos fue defensora del matrimonio, hoy arrastra una severa pérdida de autoridad moral. Escándalos de abuso, discursos desconectados de la realidad de las nuevas generaciones, y una falta de empatía con las historias reales de dolor y ruptura han alejado a muchas personas de sus templos. ¿Con qué cara puede exigir fidelidad y compromiso una institución que tantas veces ha fallado en ser testimonio vivo de esos mismos valores?

Lo mismo ocurre en otros frentes. El Estado ha promovido programas sociales que, si bien han tenido impacto en otras áreas, han descuidado la vida afectiva, emocional y comunitaria de las familias. 

La escuela no enseña a amar, a escuchar, a perdonar, a crecer en pareja. Los medios, por su parte, idealizan relaciones tóxicas o superficiales, y la cultura digital ha normalizado el descarte emocional.

En este contexto, propuestas como la de los matrimonios temporales no son extravagancias. Son reacciones desesperadas, pero legítimas, a un entorno que ya no ofrece certezas afectivas ni estructuras emocionales sólidas. 

De hecho, no es un invento mexicano. En países como Francia existen desde hace años los Pactos Civiles de Solidaridad (PACS), que permiten a las parejas —incluidas las heterosexuales— unirse bajo un régimen legal flexible, con menos exigencias que el matrimonio tradicional. En varios estados de Estados Unidos, en tanto, existen contratos prenupciales renovables, que definen reglas claras de convivencia y terminación, y que se usan especialmente en segundas uniones o cuando hay hijos de matrimonios anteriores.

La diferencia es que, en esos países, estas alternativas han surgido como parte de una conversación social más amplia sobre el amor, el compromiso y la libertad. En México, en cambio, el debate apenas comienza… y ya está polarizado.

Por eso es urgente dejar de ver esta iniciativa con desprecio, broma o alarma moral, y comenzar a entenderla como síntoma de una herida más profunda. Si las iglesias, particularmente la católica y las evangélicas, en verdad creen en el valor del matrimonio, ha llegado el momento de que lo demuestren con acciones, no con sermones. 

¿Dónde están los programas pastorales efectivos que acompañen a los matrimonios jóvenes? ¿Dónde está la formación emocional en las catequesis? ¿Dónde están los espacios donde los matrimonios puedan sanar, reconstruirse o aprender a convivir?

La Iglesia —si quiere seguir siendo relevante en la vida familiar— debe asumir que no basta con bendecir bodas y condenar divorcios. Tiene que caminar con las familias, escuchar sus miedos, entender sus ritmos y ofrecer recursos reales para que puedan construir vínculos duraderos, libres pero profundos, firmes pero flexibles. Si no lo hace, el “para siempre” seguirá convirtiéndose en “hasta que se pueda”.

Mientras tanto, el Congreso de Jalisco votará en las próximas semanas una reforma que no solo pone a prueba la creatividad legislativa, sino también la honestidad moral de todos nosotros. Porque si no somos capaces de ofrecer algo mejor, entonces no podemos culpar a quienes buscan nuevas formas de amar.

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