Divorcios en México: ineficiente papel del Estado y las iglesias en la preservación del matrimonio

En 2023, México registró 163,587 divorcios, de acuerdo con las cifras más recientes del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Aunque esta cifra representa una disminución del 1.9 % respecto a 2022, sigue reflejando una tendencia sostenida que cuestiona la fortaleza de la institución matrimonial en el país. 

La tasa nacional de divorcios por cada mil habitantes mayores de 18 años fue de 1.8, siendo Campeche (4.8), Nuevo León (3.7) y Aguascalientes (3.4) las entidades con las cifras más altas.

Más allá de los números, los datos dejan ver que la mayoría de los procesos de disolución conyugal se realizan vía judicial (90 %), frente a solo un 10 % que se resuelve de manera administrativa. El divorcio incausado —que no requiere justificar motivos— fue la causa principal con un 67.5 % de los casos, seguido por el mutuo consentimiento, con un 31.1 %.

La edad promedio al momento del divorcio es de 40.8 años para las mujeres y 43.3 para los hombres, lo que revela que no se trata solamente de matrimonios jóvenes o mal planificados, sino también de un fenómeno que afecta a parejas con años de vida común.

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Si bien el matrimonio está regulado por la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y los códigos civiles de cada estado, la función de estas normas es establecer los requisitos formales para su celebración y las condiciones para su disolución. La figura del Juez o del Oficial del Registro Civil cumple la tarea legal de validar la unión, pero no existe una institución del Estado encargada de preservar activamente el matrimonio como núcleo social.

En este vacío, cabría esperar que las instituciones religiosas tomaran un papel más propositivo. Sin embargo, su aporte ha sido débil. La Iglesia católica, aunque históricamente defensora del valor del matrimonio, ha perdido autoridad moral frente a la sociedad por los escándalos y la distancia que ha mantenido con la realidad concreta de las familias. 

Las iglesias evangélicas, por su parte, no han articulado propuestas de acompañamiento sistemático, y en muchos casos incluso normalizan o justifican los divorcios a través de testimonios públicos de líderes religiosos.

Así, en un país donde las fracturas familiares tienen consecuencias profundas sobre el tejido social, la educación de los hijos, la salud emocional de los individuos y la estabilidad comunitaria, resulta contradictorio que el Estado se limite a registrar matrimonios y divorcios sin asumir responsabilidad alguna en la preservación de esta institución clave.

No se trata de forzar permanencias dolorosas ni de anular libertades individuales, sino de reconocer que la protección del matrimonio también es una política pública en beneficio del bien común. 

Si el Estado promueve campañas para prevenir enfermedades, combatir adicciones o cuidar el medio ambiente, ¿por qué no desarrollar también programas que fomenten vínculos estables, comunicación sana en pareja y corresponsabilidad conyugal?

México necesita un nuevo enfoque. Uno que no se limite a contabilizar divorcios, sino que se comprometa a comprender sus causas y a atenderlas antes de que lleguen a ser irreversibles. 

Porque el fortalecimiento del matrimonio no solo es asunto de dos, sino una tarea colectiva para reconstruir el tejido social que hoy, más que nunca, se muestra vulnerable.

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