Estados Unidos tiene, como cualquier nación soberana, el derecho de establecer quién puede entrar a su territorio y bajo qué condiciones puede permanecer. Nadie lo discute. Lo que sí está en cuestión es cómo se ejerce ese derecho. Porque detrás de cada expediente migratorio, de cada orden de deportación, hay personas. Seres humanos que sueñan, que sufren, que huyen, que aman.
La historia de Roberto Reyes, relatada esta semana por CNN, vuelve a poner sobre la mesa la urgencia de un enfoque más humano y justo en el trato hacia los migrantes.
Reyes, un nicaragüense de 32 años, vive con su esposa e hijos en California desde hace tres años. El 30 de julio, agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) intentaron detenerlo de forma violenta, incluso llegando a patear la puerta de su casa para ingresar por la fuerza. ¿El delito? Ser un “extranjero indocumentado”, aunque los supuestos cargos penales en su contra ya fueron desestimados, según afirma.
La escena es dramática: cámaras de seguridad muestran a Roberto corriendo hacia su hogar mientras su esposa e hija lo esperan con la puerta abierta para salvarlo de ser separado de su familia. Desde entonces, viven encerrados, temerosos de salir siquiera a tirar la basura. “Esto ha sido como un trauma”, dice él. Su hija mayor, de 12 años, sueña con ser abogada para defender a sus padres. ¿Qué clase de país hace que una niña de esa edad sueñe, no con volar, sino con proteger a su familia del miedo?
Lo más alarmante es que el caso de Reyes no es aislado. Bajo la administración de Donald Trump, ICE ha intensificado operativos que muchas veces rayan en el abuso. En teoría, se busca detener a criminales peligrosos; en la práctica, muchos son trabajadores como Roberto, que escaparon de la presión de la política polarizada en Nicaragua y que hoy sólo quieren vivir en paz.
Sí, Estados Unidos puede y debe controlar su política migratoria. Pero los medios importan tanto como los fines. Lo que estamos viendo es una criminalización generalizada del migrante, como si cruzar la frontera o no tener papeles bastara para ser tratado como un delincuente. No se trata solo de aplicar la ley, sino de hacerlo con humanidad. De garantizar que las personas sean escuchadas, que tengan acceso a defensa legal, que no se rompan familias ni se les trate como enemigos del Estado.
El trato que una nación da a los más vulnerables dice mucho de su verdadero rostro. No basta con invocar la seguridad nacional si con ello se pisotea la dignidad de familias enteras. Nadie pide que se abran las puertas sin control, pero sí que se respeten los derechos humanos, que se actúe con proporcionalidad y, sobre todo, con compasión.
Lo más preocupante es la normalización de estos operativos agresivos. Hoy fue Roberto. Mañana puede ser cualquier otro padre, madre o niño que, lejos de representar un peligro, sólo busca un futuro mejor. En lugar de sembrar terror, el gobierno estadounidense debería apostar por un sistema migratorio justo, eficiente y digno. Porque nadie abandona su hogar por capricho. Porque ningún niño debería vivir con miedo a que tumben su puerta.