En Gaza, la muerte no llega solo con las bombas. Llega también en silencio, disfrazada de hambre, de falta de atención médica, de heridas que no cicatrizan porque no hay medicinas ni hospitales que puedan atenderlas.
Allí, entre ruinas y polvo, mueren niños inocentes, ancianos indefensos, incluso periodistas que arriesgan la vida para contar al mundo lo que ocurre.
La catástrofe humanitaria ha alcanzado un nivel que desafía la capacidad humana de comprender y soportar.
El hambre se ha convertido en un arma de guerra, y el mundo entero observa cómo la población civil —la más vulnerable— es la que paga el precio más alto.
La franja de Gaza vive hoy una tragedia que no puede explicarse como un daño colateral: es el resultado de una estrategia que asfixia, que arrasa, que reduce a un pueblo entero a la desesperación.
Israel, que históricamente ha reivindicado para sí el título de “Pueblo Elegido de Dios”, parece haber olvidado las lecciones más dolorosas del siglo pasado. Aquellas que nos enseñaron que ningún gobierno belicista puede, con impunidad, provocar tanto sufrimiento que llegue a rozar el exterminio. Que no puede tolerarse que el miedo, el hambre y la muerte se utilicen como instrumentos de control o castigo colectivo.
Lo que sucede en Gaza no es solo una crisis humanitaria; es una herida moral abierta para toda la humanidad. Y en esa herida, la comunidad internacional tiene una responsabilidad directa: dejar de mirar hacia otro lado, dejar de ampararse en eufemismos diplomáticos y exigir, con voz firme y sin dobleces, el cese inmediato de esta espiral de violencia.
La historia ha demostrado una y otra vez que los pueblos sometidos no olvidan. Y que quienes ejercen la fuerza sin límites, tarde o temprano, son juzgados no solo por tribunales, sino por la conciencia colectiva de la humanidad.
Gaza es hoy el espejo en el que el mundo debe mirarse para decidir si seguirá siendo cómplice pasivo o si aún tiene el valor de alzar la voz en defensa de la vida y la dignidad humana.
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