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Gaza, Territorios Palestinos.– La noticia llegó este fin de semana con la frialdad de una cifra, pero detrás hay un drama que ningún número puede contener: más de 70 mil personas han muerto en la Franja de Gaza desde que comenzó la ofensiva israelí hace más de dos años.
El Ministerio de Salud del territorio, administrado por Hamas, confirmó que el total asciende ya a 70,100 víctimas, muchas de ellas civiles que jamás participaron en una acción armada.
En un contexto de alto al fuego frágil, mediado por Estados Unidos y violado según ambas partes, la guerra ha entrado en una fase que resulta cada vez más evidente para la comunidad internacional: la violencia se ha vuelto un fin en sí mismo, sin horizonte político claro y con un costo humano que desafía toda lógica ética.
Los muertos: cifras que representan vidas truncadas
El último ajuste de datos se debe a la validación de 299 cuerpos recientemente identificados. Solo durante esta tregua —vigente desde el 10 de octubre— han muerto 354 palestinos por fuego israelí, según el propio ministerio. En las últimas 48 horas, dos cuerpos llegaron a los hospitales de la Franja; uno fue rescatado entre los escombros de una zona devastada.
Pero reducir la tragedia a una lista de muertos es una forma de volverla abstracta. Cada vida perdida es un mundo que se extingue, una familia rota, un futuro arrancado de tajo. Y cuando las cifras crecen de este modo, la pregunta que se impone es inevitable: ¿Qué sentido tiene una guerra que destruye tanto sin aportar solución alguna?
Hamas no es inocente, pero castigar a toda una población es un error histórico
El conflicto no comenzó en el vacío. La guerra estalló con el ataque de Hamas del 7 de octubre de 2023, donde murieron 1,221 personas y fueron secuestradas 251 más. Hamas no es una organización pacifista ni democrática; sus acciones han dañado profundamente tanto a israelíes como a palestinos. Pero una cosa es combatir a un grupo armado, y otra muy distinta es convertir a toda una sociedad en objetivo militar.
La estrategia de castigo colectivo —que se manifiesta en destrucción masiva de viviendas, infraestructura, hospitales y en el desplazamiento forzado de cientos de miles de familias— no solo es moralmente insostenible: es un error histórico, condenado por numerosos expertos y organismos internacionales.
Una guerra que pretende eliminar a un enemigo mediante la devastación total de su población e infraestructura termina creando generaciones enteras marcadas por el trauma, la orfandad y la desconfianza absoluta hacia cualquier proceso de paz.
Rehenes, prisioneros e intercambios en medio del desastre
Al inicio del reciente alto el fuego, las milicias de Gaza todavía mantenían 20 rehenes vivos y los cuerpos de 28 más. Desde entonces, Hamas liberó a todos los supervivientes y devolvió 26 restos mortales, mientras que Israel liberó a cerca de 2,000 prisioneros palestinos y entregó los cuerpos de cientos de fallecidos.
Estos intercambios, aunque humanamente significativos, no alteran el fondo de la tragedia: la destrucción de la vida cotidiana, la imposibilidad de reconstruir un sistema educativo, de sostener un hospital, de cultivar la tierra, de criar a los hijos sin miedo.
Una sociedad condenada a vivir en desgracia permanente
Hoy Gaza es un territorio exhausto: sin infraestructura funcional, con servicios colapsados, con familias enteras viviendo entre ruinas y con una generación de niños que ha crecido con el sonido de los bombardeos como ruido de fondo de sus vidas.
No hablamos solamente de muertos. Hablamos de una sociedad encadenada a la desgracia, sometida a un nivel de devastación que marcará su futuro por décadas.
La pregunta que se alza sobre este escenario es tan simple como incómoda:
¿Cómo se reconstruye la humanidad después de que la guerra la ha triturado de esta manera?
En este punto, insistir en la fuerza solo confirma el sinsentido de una estrategia que destruye mucho más de lo que resuelve. La historia demuestra que las guerras de exterminio nunca han traído seguridad duradera; en cambio, han sembrado ciclos todavía más largos de dolor.
Gaza, hoy, es la prueba viva de esa triste lección.










