La historia de la humanidad es, al mismo tiempo, un testimonio de grandeza y una advertencia inquietante. En ella conviven, por un lado, la creatividad, la solidaridad y la búsqueda de sentido de la existencia con, por otro lado, la capacidad de infligir un dolor inimaginable a otros seres humanos.
No hay que buscar demasiado para encontrar episodios en los que el poder, el miedo o la ambición llevaron a sociedades enteras a justificar lo injustificable.
A lo largo del tiempo, el ser humano ha sido capaz de someter, explotar y dominar a otros pueblos bajo la lógica de la conquista y la colonización. Imperios antiguos y modernos extendieron sus fronteras no solo con ejércitos, sino imponiendo lenguas, leyes y formas de vida que relegaron a millones a la pérdida de autonomía y dignidad.
No siempre se buscó eliminar al otro, pero sí hacerlo útil, obediente, silencioso. Esa violencia estructural, sostenida en el tiempo, dejó heridas profundas que aún hoy siguen abiertas.
En otros momentos, la deshumanización fue aún más lejos. La esclavitud convirtió a personas en mercancía; cuerpos y vidas reducidos a instrumentos de producción. No fue un error aislado ni una práctica marginal, sino un sistema normalizado que atravesó continentes y siglos. Para que eso fuera posible, tuvo que ocurrir algo previo: creer que algunos seres humanos valían menos que otros.
Ese mismo mecanismo reapareció de forma brutal en los genocidios. El exterminio de pueblos indígenas en América, el Holocausto y otras matanzas del siglo XX marcaron un punto de quiebre en la conciencia humana.
En esos episodios, el horror no fue solo la cantidad de víctimas, sino la racionalización de la muerte. La violencia dejó de ser un exceso y se convirtió en método; la eliminación del otro se volvió política pública, trámite administrativo, rutina.
La modernidad tampoco quedó al margen. Las bombas atómicas mostraron que la inteligencia humana, cuando se separa de toda ética, puede adquirir un poder de destrucción que rebasa cualquier proporción. En segundos, ciudades enteras desaparecieron, y con ellas la ilusión de que el progreso técnico conduce automáticamente al progreso moral.
Y sin embargo, esta no es toda la historia.
Junto a esas atrocidades existe otra corriente, menos estridente pero igual de real. La historia también registra el momento en que la humanidad se detuvo, horrorizada por sí misma, y comenzó a preguntarse si ese era el único camino posible. Después de tocar fondo, surgieron declaraciones de derechos, límites al poder, tribunales internacionales, movimientos por la paz, esfuerzos por la memoria y la reconciliación. No perfectos, no definitivos, pero reales.
El ser humano posee una inteligencia emocional capaz no solo de justificar la violencia, sino también de reconocer el daño causado, sentir compasión, asumir responsabilidad y corregir el rumbo. A veces ese aprendizaje llega tarde, después de pérdidas irreparables. Pero llega. Y cuando llega, abre la posibilidad de trascender el mero instinto de dominio para orientarse hacia la convivencia, la armonía y la búsqueda de la felicidad compartida.
Tocar fondo no es una condena; puede ser un punto de inflexión. La memoria histórica no existe para paralizarnos ni para vivir anclados en la culpa, sino para recordarnos lo que ocurre cuando la dignidad humana deja de ser un límite. Aprender de ella es un acto de madurez colectiva.
El futuro no está escrito de antemano. Cada generación hereda tanto las sombras como las luces del pasado, y con ellas la responsabilidad de elegir. Cada generación debe elegir si repite los errores o si encauza su inteligencia, su poder y su sensibilidad hacia formas de vida más justas y humanas.
La historia demuestra que somos capaces de lo peor.
Pero también —y esto no debe olvidarse— de hacer lo mejor.











