El incremento de 1.50 pesos al transporte público concesionado en la Ciudad de México —vigente desde el 2 de noviembre— desató una reacción política que parece más simbólica que jurídica. La diputada federal Laura Ballesteros, de Movimiento Ciudadano, ofreció tramitar amparos para revertir la medida y pidió que se reactiven los fondos Metropolitano y de Capitalidad, con el fin de que la Federación asuma parte del costo del transporte urbano.
Si bien ningún usuario celebra un aumento, el contexto obliga a poner las cosas en perspectiva: la capital del país mantiene las tarifas más bajas de México (Metro: 5 pesos; Metrobús: 6 pesos; microbuses: 6 pesos por los primeros 5 km). En contraste, estados como Baja California y Estado de México alcanzan tarifas de 20 a 22 pesos. Es decir, incluso con el ajuste, la Ciudad de México sigue siendo la entidad con transporte más accesible.
Desde el punto de vista legal, acudir al amparo por un aumento de tarifa resulta cuestionable. El amparo protege derechos constitucionales ante actos de autoridad que vulneran libertades fundamentales; sin embargo, la actualización de tarifas, cuando sigue el procedimiento administrativo establecido y es publicada en la Gaceta Oficial, no constituye una violación de derechos humanos, sino una decisión de política pública. Por tanto, la vía jurídica parece más una bandera política que una estrategia con posibilidades reales de prosperar.
Lo que sí subyace es un problema estructural: la falta de financiamiento sostenido al transporte público y el desgaste del modelo concesionado. Pero en lugar de enfrentar de raíz esos desafíos —electrificación, mantenimiento, seguridad y expansión de la red— la discusión se ha reducido a si 1.50 pesos son justos o no.
En ese terreno, la causa ciudadana se diluye y aflora la intención partidista: ganar visibilidad electoral bajo la apariencia de defensa popular. Mientras tanto, los usuarios siguen esperando un sistema de transporte digno, moderno y seguro, mucho más allá del precio del pasaje.











