Las críticas al director del Fondo de Cultura Económica por la baja presencia de autoras en una colección continental han desatado un debate que va más allá del número de mujeres en una lista. En el fondo, lo que está en juego es si la literatura debe obedecer a la política o a la calidad artística.
La controversia surgió cuando Paco Ignacio Taibo II, director del Fondo de Cultura Económica (FCE), presentó un ambicioso proyecto para distribuir gratuitamente 2.5 millones de libros en 14 países de América Latina. La colección incluye 27 obras, de las cuales siete pertenecen a autoras.
Durante la conferencia, una periodista le preguntó por qué había tan pocas escritoras. Taibo respondió, de forma espontánea y sin guion, una frase que pronto se viralizó:
“Si partimos de la cuota, un poemario escrito por una mujer, horriblemente asqueroso de malo, por el hecho de haber sido escrito por una mujer, no merece que se lo mandemos a una sala comunitaria en mitad de Guanajuato…”
La expresión “por el hecho de haber sido escrito por una mujer” resultó desafortunada. Si hubiera dicho “sea escrito por un hombre o por una mujer”, el sentido habría sido inequívoco: el criterio no debe ser el género del autor, sino la calidad de la obra. Pero esa omisión dio pie a una interpretación adversa.
Más que una declaración programática, se trató de una frase de banqueta, pronunciada sin cálculo político ni lenguaje cuidado. Sin embargo, bastó para desatar la crítica de colectivos feministas, activistas culturales y sectores opositores, que la interpretaron como un signo de misoginia institucional.
Esa reacción —más mediática que literaria— nos devuelve al verdadero tema de fondo: ¿debe la cultura regirse por cuotas de género o por calidad literaria?
La intervención del poder político
La discusión escaló cuando la presidenta del Senado declaró que el director del FCE debía seleccionar autores “con perspectiva de la Constitución Política”. Esa frase, aparentemente inocua, introduce una confusión profunda: ¿puede una institución cultural someter sus decisiones editoriales a criterios jurídicos o ideológicos?
La propuesta equivale a sustituir la libertad estética por la obediencia normativa; a subordinar el arte a la política. En esa lógica, el mérito artístico se diluye ante la exigencia de cumplir cuotas, de reflejar discursos institucionales o de garantizar equilibrios simbólicos. Pero un editor público —como Taibo II— no está en su puesto para repetir lo políticamente correcto, sino para impulsar la cultura: descubrir, reeditar y difundir obras valiosas, aun cuando incomoden o contradigan las modas ideológicas.
Cultura de género y cultura literaria: dos planos que no deben confundirse
La igualdad de género es un objetivo cultural innegociable. Su defensa pertenece al ámbito ético y social, no al literario. La cultura de género busca justicia; la cultura literaria busca belleza, verdad y lenguaje.
Ambas pueden coexistir —y deben hacerlo—, pero cuando una invade a la otra, el resultado es peligroso: o la literatura se politiza, o la cultura se empobrece. La historia literaria latinoamericana ha sido efectivamente desigual: más hombres publicados, más nombres masculinos en los manuales. Pero de ahí no se desprende que haya existido una conspiración misógina deliberada.
Si se afirma que los cánones invisibilizaron autoras, hay que demostrarlo con casos concretos —Elena Garro, Rosario Castellanos, Clarice Lispector— y con análisis crítico, no con simple aritmética. Los números no prueban discriminación; prueban desequilibrio, que no siempre significa injusticia.
El criterio de selección: calidad literaria
En el fondo, la pregunta es sencilla y decisiva: ¿Debe el criterio de selección ser el género del autor o la calidad literaria? Si la respuesta es el género, convertimos la literatura en propaganda. Si la respuesta es la calidad, pero entendida desde cánones rígidos, corremos el riesgo de perpetuar exclusiones históricas.
La solución está en el punto medio: mantener la exigencia estética y ampliar la mirada para descubrir obras que, quizá por contexto o época, no fueron suficientemente valoradas. El papel de un editor público no es equilibrar estadísticas, sino abrir caminos de lectura; no cumplir cuotas, sino formar criterio.
El riesgo de lo políticamente correcto
En tiempos donde la sensibilidad cultural se confunde con censura preventiva, la defensa de la calidad artística parece un acto de rebeldía. Pero una república que aspira a ser plural no necesita una literatura obediente, sino una literatura libre. El pensamiento crítico nace de la contradicción, no de la unanimidad.
Cuando el arte se ve forzado a coincidir con los discursos oficiales —por bienintencionados que sean—, pierde su capacidad de interpelar y de crear nuevos significados.
La cultura oficial puede promover igualdad, pero no dictar qué autores deben leerse ni cuáles deben ser omitidos para no ofender a nadie.
Un equilibrio posible
La discusión abierta por Taibo II revela una tensión de fondo: la lucha entre la libertad estética y la política de la representación. Ambas son legítimas, pero no equivalentes. La igualdad pertenece a la ética social; la literatura, a la creación. Una sociedad madura debe poder defender las dos sin subordinarlas.
El Estado puede —y debe— fomentar la lectura de autoras, pero no por mandato de género, sino por mérito de escritura. Y la crítica cultural debe dejar de contabilizar mujeres y hombres para volver a leer libros.
El Fondo de Cultura Económica
El Fondo de Cultura Económica no está llamado a ser tribunal de corrección política, sino taller de excelencia literaria. La cultura de género y la cultura literaria pueden y deben coexistir, pero no confundirse: una pertenece a la ética social, la otra a la estética del espíritu.
Cuando se mezclan sin criterio, la literatura se empobrece y la cultura se politiza. El verdadero desafío no está en sumar nombres femeninos a una lista, sino en formar lectores capaces de reconocer —sin etiquetas— la grandeza de toda voz que merezca perdurar.











