En las últimas semanas, el centro de Los Ángeles, particularmente su icónico Fashion District, ha vivido una transformación que recuerda a los días más duros de la pandemia: calles semivacías, comercios cerrando antes del anochecer y un silencio extraño, impuesto no por un virus, sino por el miedo.
Las redadas migratorias, encabezadas por la administración del presidente Donald Trump, han reactivado lo que muchos creían superado: la estrategia del miedo como política migratoria.
Pero esta vez, la magnitud y la intensidad no sólo han tenido un efecto devastador en las comunidades inmigrantes, sino también en el motor económico que los inmigrantes sostienen.
Según reportes de medios locales y agencias internacionales como AFP, algunos comerciantes reportan caídas del 50 al 80 % en sus ventas, un desplome sin precedentes desde la pandemia de COVID-19.
Restaurantes vacíos, fábricas paralizadas, almacenes sin trabajadores. No es exagerado decir, como muchos lo afirman en la zona, que esto ha sido “peor que la pandemia”.
Pero lo que diferencia esta crisis no es sólo su impacto económico, sino su origen político. A diferencia de una catástrofe natural o sanitaria, esto es una catástrofe elegida. Las redadas han sido parte de un discurso electoral que busca réditos a costa del sufrimiento de millones.
El envío de la Guardia Nacional y operativos con agentes federales a caballo en parques como MacArthur Park, un símbolo de la vida migrante en la ciudad, no buscan seguridad, sino sumisión.

Y es ahí donde debemos hacer una pausa. ¿Qué dice esto de Estados Unidos como nación? ¿Qué dice de un modelo económico que depende de mano de obra inmigrante para sostener sus industrias, pero al mismo tiempo la criminaliza y la persigue?
Los Ángeles es hoy el rostro de una contradicción: una ciudad que se precia de ser santuario, culturalmente diversa, económicamente vibrante, pero que ha sido invadida por políticas federales que no consultan ni respetan su soberanía local. La alcaldesa Karen Bass lo dijo con claridad: esto no es otra cosa que una ofensiva total contra las comunidades migrantes.
No solo nos preocupa la economía —aunque es evidente que si se rompe el flujo del trabajo migrante, se fractura la productividad—, también nos preocupa lo que esta campaña nos dice sobre el rumbo moral de una sociedad.
Una nación que siembra miedo para cosechar votos está perdida, y en ese extravío arrastra a quienes con más dignidad han sostenido su prosperidad: los trabajadores invisibles, los que no salen en las portadas, los que hoy temen abrir sus negocios o simplemente salir a la calle.
En cada calle de Los Ángeles hay cientos de historias: una madre que ya no lleva a sus hijos al parque, un empleado que no se presenta por temor a ser detenido, un empresario que pierde ingresos pero calla por miedo a represalias.
Las redadas no solo han vaciado calles. Están vaciando el alma de una ciudad sostenida por migrantes.