La guerra entre Irán e Israel se ha convertido, en cuestión de días, en una tragedia humanitaria de dimensiones crecientes. Lo que comenzó como una serie de amenazas diplomáticas cruzadas se ha transformado en una espiral de violencia que ha cobrado la vida de cientos de personas y ha herido a miles más, sin que pueda vislumbrarse una salida racional al conflicto. Y es que en medio del fuego cruzado, la gran ausente ha sido la paz… y la lógica.
Desde la madrugada del 13 de junio, Israel inició una ofensiva aérea masiva sobre territorio iraní, denominada por medios locales como “Operación Rising Lion”. Los blancos han sido múltiples: instalaciones nucleares, centros de mando militar, refinerías y depósitos de combustible. Según diversas fuentes, entre ellas HRANA y Fars News, los ataques han dejado un saldo de al menos 224 muertos y más de mil 200 heridos, con una preocupante presencia de víctimas civiles. Entre los fallecidos, incluso se reporta la muerte de altos mandos del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica, lo cual no ha hecho sino escalar las tensiones.
La respuesta iraní no tardó. Bautizada como “Operación True Promise III”, Irán lanzó más de 150 misiles balísticos y decenas de drones contra ciudades israelíes, golpeando con precisión Tel Aviv, Haifa, Bat Yam, y otras zonas densamente pobladas. Hasta el momento, se han contabilizado al menos 24 civiles israelíes muertos y casi 500 heridos.
Las imágenes de edificios en ruinas, incendios en escuelas, y familias huyendo por los techos han comenzado a inundar las redes sociales y medios internacionales, mientras las sirenas antiaéreas y las explosiones marcan el ritmo de la vida cotidiana en ambos países.
La infraestructura civil ha sido especialmente afectada. En Israel, los misiles destruyeron partes del aeropuerto, una refinería en Haifa y varios inmuebles diplomáticos, incluyendo el edificio de la embajada de Estados Unidos en Tel Aviv. En Irán, las refinerías arden, las plantas nucleares fueron dañadas, y los hospitales colapsan ante el exceso de heridos.
Lo más alarmante es la ausencia de un horizonte geopolítico claro. Ninguno de los bandos parece estar avanzando hacia un objetivo estratégico discernible. No hay conversaciones de paz en curso. No hay intermediarios creíbles sobre la mesa. Solo fuego, muerte y una competencia siniestra por demostrar poderío militar.
Este conflicto, que amenaza con extenderse por toda la región, ha dejado claro que no se trata ya de una lucha por territorio o defensa nacional, sino de una guerra por orgullo, por influencia, por dominación. En el camino, la vida humana ha pasado a segundo plano. Las cifras de muertos crecen mientras las voces que piden razón se apagan.
En lugar de mesas de negociación, lo que hay son más misiles. En lugar de diplomacia, drones armados. Y mientras tanto, la comunidad internacional observa, ora expectante, ora indiferente, pero sin actuar con la urgencia que exige la crisis.
Hay guerras que estallan por causas comprensibles. Hay conflictos que, por complejos que sean, tienen raíces históricas, ideológicas o territoriales identificables. Pero lo que está ocurriendo entre Israel e Irán comienza a parecerse a un absurdo trágico. Una guerra sin sentido, donde cada bomba no construye, sino destruye; donde cada victoria militar es una derrota moral.
Y ante tanto horror, la pregunta es inevitable: ¿quién va a detener esta locura?