En la política mexicana actual, la derecha partidista vive una crisis profunda. Desarticulada, sin propuestas ni alternativas reales, ha quedado reducida a una maquinaria de oposición automática que dice “no” a todo lo que provenga del gobierno federal o de las bancadas de izquierda, sin importar el contenido ni el impacto social de las iniciativas.
Su crítica no es de fondo, ni está guiada por un deseo auténtico de mejorar lo que ya existe. Se trata, más bien, de una reacción visceral que desconoce —y lo que es peor, desprecia— a ese México profundo que decidió cambiar de rumbo en 2018 y lo reafirmó en 2024.
La oposición de derecha no entiende al pueblo. No dialoga con él. No camina con él. Sigue aferrada a los viejos esquemas que ya fueron rechazados por una mayoría aplastante: clientelismo, simulación, tecnocracia, pactos cupulares, frivolidad y corrupción. En lugar de renovar su visión, se refugia en discursos desgastados y en una nostalgia vacía de los tiempos en los que gobernaban sin rendir cuentas.
Y sin embargo, qué necesaria es una verdadera oposición.
Necesitamos una oposición seria, crítica, con principios, con propuestas. Una oposición que no busque regresar al pasado, sino que sepa mirar hacia adelante. Una oposición que no construya desde el odio al presidente en turno, sino desde el amor a México. Una oposición que no se conforme con ser altavoz de intereses económicos o mediáticos, sino que aspire a ser una opción real para quienes hoy, incluso dentro del obradorismo, piden más justicia, más congruencia y más profundidad en la transformación.
Lamentablemente, lo que tenemos hoy dista mucho de eso. Las reacciones desproporcionadas al nombramiento del Dr. Hugo López-Gatell como representante de México ante la Organización Mundial de la Salud son un ejemplo más de ese oposicionismo ruinoso que recurre a lo más doloroso —como fueron los decesos por COVID— para intentar desacreditar a un gobierno. No hay mesura ni responsabilidad política. La tragedia de una pandemia mundial se convirtió, para ellos, en simple munición. Usaron el dolor como herramienta electoral, no para exigir respuestas, sino para lanzar piedras. Eso no es oposición: es oportunismo sin alma.
Porque aunque es innegable que tanto el expresidente Andrés Manuel López Obrador como la actual presidenta Claudia Sheinbaum gozan de una honestidad probada y de un compromiso auténtico con el país, no sucede lo mismo con todos los gobernadores, diputados y alcaldes que se dicen parte de la Cuarta Transformación. Hay desviaciones. Hay ambiciones. Hay mediocridad.
Y ahí, precisamente, debería entrar la oposición.
Si tuviéramos una oposición con inteligencia política, con ética pública, con cercanía al pueblo y con visión de Estado, los filtros para seleccionar candidaturas en Morena serían más exigentes. No bastaría con colgarse de la marca. Se exigiría coherencia, capacidad y verdadera vocación de servicio. Porque una buena oposición no sólo gana elecciones: obliga al partido gobernante a mejorar, a no confiarse, a no perder el rumbo.
Con una oposición de verdad, la transformación sería más profunda, más sólida, más fiel a sus principios originales de no mentir, no robar y no traicionar al pueblo. Con una oposición a la altura, sería más difícil que regresaran los gobiernos ricos con pueblos pobres.
Hoy, México no necesita una oposición que grite. Necesita una que piense, que proponga, que construya. Que entienda al pueblo y que aspire, de verdad, a gobernarlo.