
La educación nunca ha sido neutral. Apostar por la Nueva Escuela Mexicana es asumir, con responsabilidad histórica, que formar personas también implica decidir qué país queremos construir.
Contexto
Durante décadas, el sistema educativo mexicano se sostuvo sobre una lógica de exclusión silenciosa: quienes no se adaptaban al modelo eran etiquetados como incapaces. La Nueva Escuela Mexicana propone una ruptura con esa herencia, no desde la improvisación ni el dogma, sino desde una pregunta profunda: ¿para quién y para qué educamos?
Este artículo no busca polemizar ni desacreditar miradas críticas, sino ofrecer una defensa reflexiva y firme de una educación que reconoce nuestra diversidad, nuestra historia y nuestras necesidades como país. Una educación que no renuncia a la ciencia ni al pensamiento riguroso, pero que tampoco desconoce el contexto social en el que ese conocimiento cobra sentido.
La Nueva Escuela Mexicana
Durante décadas, el debate educativo en México se movió dentro de márgenes estrechos. Se discutían métodos, evaluaciones, rankings y estándares, pero rara vez se cuestionaba el pilar supuesto y central que los sostenía: la idea de que el sistema educativo debía seleccionar ganadores (a los que serían aceptados, aprobados y titulados) y aceptar, como daño colateral, a los perdedores (los rechazados, los reprobados y por lo tanto, los truncos).
Quien no alcanzaba la calificación, el ritmo o la forma esperada, quedaba etiquetado —de manera explícita o silenciosa— como incapaz.
La Nueva Escuela Mexicana (NEM) irrumpe precisamente ahí. No como una fórmula acabada ni como un dogma incuestionable, sino como un intento deliberado de cambiar el punto de partida: educar desde el país real, con sus desigualdades, sus heridas históricas, sus saberes locales y sus enormes posibilidades humanas.
Mucho se ha dicho sobre su carga ideológica. Y no deja de ser curioso que se señale como problema aquello que durante años se dio por normal: una educación que también estaba ideológicamente cargada, solo que alineada con una noción tecnocrática del mérito, del éxito individual y de la competencia como virtud suprema.
La neutralidad educativa, conviene decirlo con claridad, nunca ha existido. La educación nunca ha sido neutral. Siempre ha enseñado una manera de entender el mundo, de jerarquizar saberes y de juzgar a las personas. La diferencia hoy no está entre adoctrinar o no, sino entre hacerlo de forma inconsciente y excluyente, o hacerlo de manera explícita, crítica y orientada a la justicia educativa.
La pregunta de fondo no es si la educación tiene una visión del mundo, sino al servicio de quién está esa visión.
Más allá del adoctrinamiento: educar para comprender la realidad
La NEM ha sido acusada de sustituir el rigor académico por discurso social. Sin embargo, esta lectura suele partir de una falsa dicotomía: como si formar conciencia social fuera incompatible con el desarrollo científico, literario o filosófico. La historia demuestra lo contrario. Las grandes tradiciones científicas y humanísticas surgieron siempre en diálogo con los problemas concretos de su tiempo.
Formar científicos no consiste únicamente en transmitir fórmulas; formar literatos no es solo enseñar técnica; formar filósofos no es memorizar autores. Es enseñar a pensar desde la realidad, a formular preguntas pertinentes, a comprender estructuras sociales, económicas y culturales que condicionan la vida cotidiana. Una ciencia desconectada del país que la produce termina siendo irrelevante; una educación que ignora el contexto social produce técnicos eficientes, pero ciudadanos frágiles.
El error histórico de medirlo todo con la misma vara
Uno de los mayores daños del sistema educativo anterior fue su confianza excesiva en la evaluación estandarizada como criterio casi moral. Durante años, miles de niñas, niños y jóvenes fueron excluidos no porque carecieran de inteligencia, curiosidad o capacidad creativa, sino porque no encajaban en un modelo homogéneo que no consideraba su entorno, su lengua, su historia ni sus condiciones materiales.
La NEM apuesta —con todas las dificultades que implica— por romper esa lógica excluyente. No para bajar el nivel, sino para ensanchar el concepto de aprendizaje, reconocer múltiples formas de saber y permitir que más personas entren al proceso educativo sin cargar desde el inicio con la etiqueta del fracaso.
¿Puede de ahí surgir excelencia?
La respuesta es sí. Y no por ingenuidad, sino por experiencia histórica. Los países que han logrado avances científicos y culturales sostenidos no son aquellos que expulsan temprano a los “no aptos”, sino los que invierten en acompañamiento, comprensión y permanencia. La excelencia no nace de la exclusión, sino de la oportunidad.
Confiar en la Nueva Escuela Mexicana no significa negar sus errores ni idealizar sus primeros pasos. Significa apostar por un horizonte distinto: uno donde la educación no sea un filtro social, sino una plataforma común; donde el pensamiento crítico no sea un privilegio, sino una herramienta compartida; donde el conocimiento sirva para comprender y transformar la realidad mexicana, no para huir de ella.
Educar sin desprecio, pensar sin cinismo
Abundan las críticas opositoras contra la NEM, la mayoría con sarcasmo más que con ideas serias e intelectualmente honestas. Es fácil caer en la tentación del sarcasmo cuando se observa un proyecto en construcción. Pero el cinismo suele ser una forma elegante de renunciar.
Defender la NEM, en cambio, es asumir el riesgo de creer que México puede formar científicos que investiguen sus propios problemas, literatos que narren su complejidad y filósofos que piensen desde su historia.
No se trata de negar las críticas, sino de colocarlas en su justa dimensión. La educación mexicana no se resolverá con nostalgia ni con burla, sino con paciencia, compromiso y una convicción profunda: que nadie debería ser considerado incapaz de aprender solo porque el sistema nunca aprendió a enseñarle.










