Aunque es el órgano que nos hace sentir, pensar y recordar, el cerebro no puede sentir dolor. Comprender por qué ocurre esto nos lleva a descubrir el asombroso modo en que el cuerpo percibe y traduce el sufrimiento.
El dolor es una de las experiencias más universales del ser humano. Todos lo hemos sentido: una caída, una quemadura, un golpe, un malestar interno. Pero pocas veces nos detenemos a pensar en qué es realmente el dolor. ¿Dónde nace? ¿En la piel? ¿En los nervios? ¿En el cerebro?
La respuesta nos sorprende: el dolor no está “en” el lugar donde ocurre la herida, sino en la interpretación que hace el cerebro de las señales que recibe del cuerpo. Cuando algo nos lastima, miles de terminaciones nerviosas especializadas —los nociceptores— detectan el daño y envían un mensaje eléctrico a través de los nervios hasta la médula espinal, y de ahí al cerebro.
Es en el cerebro donde esas señales se convierten en una experiencia consciente: dolor. Pero aquí viene el dato que rompe esquemas: el cerebro no tiene sensores de dolor.
Sí, el órgano que interpreta todo lo que duele, no puede doler por sí mismo.
Por eso, durante una cirugía cerebral, los médicos pueden intervenir con el paciente despierto: puede sentir presión o movimiento, pero no dolor. Lo que sí duele son las estructuras que rodean al cerebro: las meninges, los vasos sanguíneos, el cuero cabelludo y los músculos del cráneo.
Entonces, cuando decimos “me duele la cabeza”, en realidad nos duele algo fuera del cerebro.
Saber esto no solo sacia la curiosidad científica, sino que nos recuerda algo profundo: el dolor no siempre significa daño físico, sino un mensaje del cuerpo para protegernos, o a veces una alerta del alma que nos pide atención. La ciencia nos enseña que el cerebro es insensible al dolor, pero la vida nos enseña que es sensible a todo lo que amamos, tememos y recordamos.