El Nobel de la Paz 2025: hundido en desprestigio y propaganda

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Corina Machado dedica su Nobel de la Paz a Trump. Más cuestionable el prestigio del Nobel, no se puede.

El galardón que alguna vez encarnó la esperanza de la humanidad hoy parece un instrumento político más. La elección de María Corina Machado no premia la paz, sino una narrativa: la que decide quién es “demócrata” y quién no, según los intereses del poder global.

Un premio bajo sospecha

Cuando Alfred Nobel instituyó su célebre premio en 1895, quiso que el de la Paz reconociera a quien hubiera contribuido a la fraternidad entre las naciones, la reducción de armamentos y la promoción de congresos de paz. Pero el ideal se fue corrompiendo con el paso del tiempo.

El Nobel de la Paz, el más simbólico de todos, ha sido utilizado una y otra vez como herramienta política: para bendecir guerras disfrazadas de “intervenciones humanitarias”, para legitimar proyectos de poder o para sancionar moralmente a los enemigos del orden occidental.

La entrega del Premio Nobel de la Paz 2025 a María Corina Machado, opositora venezolana, no rompe esa tendencia: la confirma. Su figura, presentada como heroína de la democracia, sirve para reescribir la historia contemporánea de Venezuela desde un único relato: el de un país oprimido que necesita ser liberado por el modelo político y económico que justamente lo ha asfixiado desde fuera.

La paz según Occidente

La paz, en el discurso de las potencias, ha dejado de significar el fin de la violencia. Ahora significa la adopción de un modelo de gobernanza alineado con los intereses del Norte global.

La ecuación es simple: los gobiernos que abren sus economías al capital extranjero y siguen la línea de Washington o Bruselas son “democráticos”. Los que defienden su soberanía energética o controlan estratégicamente sus recursos son “dictaduras”.

En ese marco, el Nobel funciona como sello moral de aprobación. Al premiar a Machado, el Comité Noruego no evalúa procesos de paz reales, sino afinidades ideológicas. No analiza quién sufre ni quién muere, sino quién coincide con la idea de “libertad” que Occidente promueve.

Mientras tanto, la propia galardonada, siguiendo los pasos de su ídolo Donald Trump, promete trasladar su “futura” embajada venezolana a Jerusalén y firma acuerdos con el partido Likud (partido político de derecha israelí), que encabeza un gobierno acusado de crímenes de guerra en Gaza. Esa contradicción, en otro tiempo, habría escandalizado a Oslo. Hoy, es tal el desprestigio del premio Nobel, que apenas despierta incomodidad.

El silencio sobre Gaza

La simultaneidad no es casual: mientras el Comité anunciaba su veredicto, la Franja de Gaza seguía bajo fuego, con cientos de miles de víctimas civiles y un desastre humanitario sin precedentes.

Sin embargo, la guerra apenas figura en la narrativa oficial del Nobel. No hay condena, no hay mención a la responsabilidad de los aliados de Israel, ni reconocimiento a los movimientos pacifistas que arriesgan su vida para llevar ayuda humanitaria.

Al omitir esa tragedia, el premio no sólo se vuelve hipócrita: se convierte en cómplice del silencio.

Premiar a una dirigente que explícitamente respalda al gobierno israelí mientras se bombardea a un pueblo sitiado es un gesto político, no una coincidencia. Es, de hecho, una manera de normalizar la guerra bajo el discurso de la libertad.

Cuando la democracia se vuelve dogma

Venezuela no es una democracia plena, pero tampoco lo son muchos de los países que dictan lecciones sobre el tema. Estados Unidos, con su sistema bipartidista cerrado, su control corporativo del poder y su historial de intervenciones, no puede erigirse en modelo.

Y sin embargo, la noción de democracia que impulsa sirve como dogma exportable, una especie de pasaporte moral que decide quién puede ser considerado “bueno” o “malo”.

El problema no es que se premie la lucha por los derechos civiles, sino que se la subordine a una agenda geopolítica. La paz, en esta versión moderna del Nobel, no surge de la reconciliación entre pueblos, sino de la sumisión al relato dominante.

Del ideal moral al cálculo político

A lo largo de la historia, el Nobel de la Paz ha reconocido a auténticos constructores de esperanza —Martin Luther King, Desmond Tutu, Malala Yousafzai—, pero también a figuras cuya acción dividió al mundo o justificó intervenciones militares.

Cada vez que el premio se politiza, su legitimidad se erosiona un poco más. La paz no puede ser premiada por quienes lucran con la guerra, ni por los comités que callan ante el sufrimiento de pueblos enteros.

Otorgar el Nobel de la Paz a Machado no contribuye a la reconciliación de Venezuela, ni a la estabilidad del mundo. Sólo reafirma una vieja práctica: la de usar el prestigio moral para fabricar consenso político.

El resultado es un galardón cada vez más hueco, más instrumental, más funcional a las narrativas del poder que a los anhelos de la humanidad.

El prestigio perdido

Hubo un tiempo en que el Nobel de la Paz era símbolo de esperanza. Hoy, tras su entrega número 135, parece más bien un espejo del mundo que lo otorga: brillante por fuera, vacío por dentro.

Tal vez la verdadera paz no necesite premios. Tal vez esté naciendo en los márgenes, en los campos arrasados, en los pueblos que reconstruyen su dignidad sin el permiso de Oslo ni el aplauso de Washington.

Rechazar el prestigio

A lo largo de la historia, algunos laureados han demostrado que hay honores que pesan más que la conciencia. En 1973, el vietnamita Le Duc Tho rechazó el Nobel de la Paz al comprobar que su país seguía siendo bombardeado por quien compartía con él el premio, Henry Kissinger. 

“Mientras mi nación siga ocupada, no puedo aceptar el Nobel de la Paz”, declaró Le Duc Tho. Con ese gesto, reveló que el galardón podía ser tan político como las guerras que pretendía condenar.

Antes que él, Jean-Paul Sartre había rechazado el Nobel de Literatura para no convertirse en “institución”, denunciando que todo premio corre el riesgo de domesticar el pensamiento y legitimar el poder que lo otorga. 

Décadas más tarde, el caso de Aung San Suu Kyi, que pasó de símbolo pacifista a cómplice del genocidio rohinyá, confirmó que el prestigio del Nobel no garantiza pureza moral, sino que puede perpetuar el silencio.

Frente a esos ejemplos, la entrega del Nobel de la Paz 2025 a María Corina Machado no sólo despierta dudas sobre sus méritos: obliga a preguntarse si aún existe el valor de rechazar un honor cuando el premio ya no honra a nadie.

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