
El cine mexicano está atravesando una etapa de efervescencia y transformación. A diferencia de épocas pasadas en las que las producciones nacionales apenas encontraban su lugar en las salas comerciales o eran eclipsadas por el cine extranjero, hoy se respira una energía distinta: más estrenos, más público, más reconocimiento internacional… pero también nuevos retos que ponen a prueba su sostenibilidad y alcance real.
En 2022, se estrenaron 88 películas mexicanas en salas comerciales —una cifra histórica para el país— y la asistencia a cine nacional superó los seis millones de espectadores. A esto se suman los cientos de filmes que encuentran espacio en plataformas digitales, festivales y muestras culturales dentro y fuera del país. La infraestructura también se fortalece: con más de 7,000 pantallas en todo México, las posibilidades de exhibición crecen, aunque siguen concentrándose en los grandes centros urbanos como la Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey.
Uno de los motores más relevantes en esta nueva etapa ha sido el impulso institucional. El gobierno federal destinó en 2025 más de 100 millones de pesos adicionales a la producción y distribución de cine mexicano, con el objetivo de descentralizar los apoyos y dar mayor visibilidad a voces emergentes. El Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE), por su parte, ha fortalecido la presencia de producciones mexicanas en festivales como Berlín, Cannes, Venecia y Sundance.
Y es precisamente en los festivales donde el cine mexicano ha encontrado su mejor vitrina. El Festival Internacional de Cine en Guadalajara, que celebró este año su edición número 40, fue escenario del estreno de Soy Frankelda, el primer largometraje mexicano en técnica de stop motion, respaldado por Guillermo del Toro. Por su parte, el Festival Internacional de Cine de Morelia se ha consolidado como un semillero de nuevos talentos, cuyos cortometrajes han llegado incluso a competir por el Oscar.
Pero la internacionalización del cine nacional no se detiene en los festivales. Títulos como Roma, Ya no estoy aquí, El último vagón o ¡Que viva México! han encontrado eco en plataformas como Netflix, Amazon y HBO, convirtiéndose en vehículos de exportación cultural. La coproducción con Estados Unidos también va en aumento: en 2024 se registraron más de 20 proyectos conjuntos, atraídos por incentivos fiscales y la calidad artística de los equipos mexicanos.
Sin embargo, no todo es celebración. El mayor desafío sigue siendo la distribución: muchas películas mexicanas logran estrenarse pero solo permanecen una o dos semanas en cartelera, opacadas por las producciones de Hollywood. Además, las regiones más alejadas del centro del país siguen sin acceso regular a funciones de cine nacional, lo cual limita el impacto real de estos logros.
En palabras de Estrella Araiza, directora del Festival de Guadalajara, “una de las labores sustantivas de los festivales es vencer al algoritmo de las plataformas”, es decir, abrir espacio para aquellas películas que no obedecen las lógicas comerciales dominantes, pero que tienen mucho que decir sobre la identidad, la historia y los conflictos de México.
En resumen, el cine mexicano vive un momento de impulso sin precedentes, con una generación de creadores que no teme a la experimentación, que dialoga con lo local y lo global, y que sigue buscando su lugar en un mundo audiovisual cada vez más competitivo. Si logra resolver los problemas de acceso y sostenibilidad, esta nueva etapa puede convertirse en una verdadera edad de oro para el cine nacional.