
El organismo mundial del fútbol reconoce a Donald Trump con un premio destinado a celebrar acciones en favor de la paz, pese a su historial confrontativo. La decisión exhibe la creciente politización de FIFA y plantea dudas sobre sus principios y su legitimidad.
La mañana del 5 de diciembre sorprendió al mundo: FIFA otorgó su recién creado “Premio de la Paz — Football Unites the World” al presidente de Estados Unidos, Donald J. Trump, reconociéndolo por “acciones extraordinarias para lograr la paz”.
La noticia no solo descolocó a la comunidad internacional; abrió una grieta profunda en la credibilidad de una organización que insiste en su neutralidad política mientras se mueve en las coordenadas de la geopolítica global.
Más allá de lo anecdótico, el hecho obliga a plantear preguntas incómodas: ¿qué entiende FIFA por paz?, ¿qué criterios guían sus reconocimientos?, ¿y por qué hacerlo precisamente ahora, en un escenario internacional cargado de tensiones y con un mandatario cuya trayectoria pública difícilmente se identifica con la conciliación?
Un premio hecho a la medida
Los reportes previos al sorteo del Mundial 2026 ya anticipaban que Trump sería elegido como primer galardonado. La creación del premio, anunciada apenas semanas antes, se dio aceleradamente y sin un proceso transparente de selección. Ni se presentaron candidatos alternativos ni se explicó la metodología de evaluación. La decisión parecía tomada desde el inicio.
Todo apunta a que el presidente de FIFA, Gianni Infantino, impulsó el reconocimiento de forma unilateral, sorprendiendo incluso a parte de su propia organización. En el fondo, no se observa un verdadero esfuerzo por destacar iniciativas de paz verificables, sino un gesto político hacia un aliado estratégico, en un momento en que Estados Unidos será el anfitrión central del Mundial.
La contradicción ética
Reconocer a Trump con un “Premio de la Paz” plantea tensiones evidentes:
- Su gobierno ha mantenido posturas agresivas en materia diplomática.
- Ha amenazado repetidamente con intervenciones militares.
- Ha escalado conflictos comerciales y geopolíticos.
- Su discurso público ha sido un factor de polarización interna y externa.
No se trata de negar que la política internacional es compleja ni de asumir una lectura maniquea. Pero premiar como “pacificador” a un mandatario cuya narrativa gira alrededor del poder duro, del enfrentamiento y de la reafirmación muscular de Estados Unidos en el mundo, resulta difícilmente defendible.
El riesgo es evidente: si la paz se define a conveniencia, deja de ser un principio ético para convertirse en una herramienta retórica.
FIFA pierde el centro
Durante décadas FIFA ha insistido en que el fútbol puede unir a los pueblos. Ese mensaje es poderoso y real: pocas expresiones humanas generan vínculos tan amplios y transversales. Sin embargo, decisiones como esta exhiben lo contrario: el deporte convertido en escenario para validar agendas políticas.
El fútbol pierde autoridad moral cuando se utiliza para dar legitimidad a figuras polarizantes. Y FIFA pierde coherencia cuando confunde unidad con oportunismo, neutralidad con complacencia, y diplomacia deportiva con propaganda.
El problema no es que el fútbol dialogue con la política —eso es inevitable y, en ocasiones, positivo. El problema es cuando se convierte en un instrumento dócil frente al poder, cuando renuncia a sus propios principios fundacionales y cuando se presta a gestos que erosionan la confianza de millones de aficionados.
Un precedente preocupante
La entrega de este premio abre un precedente delicado: si FIFA decide que puede redefinir “paz” según las conveniencias del momento, ¿qué impide que mañana se utilice el mismo mecanismo para condecorar a otros líderes autoritarios? ¿Dónde queda la responsabilidad ética de una institución que se proclama global y promotora de valores universales?
Premiar la paz exige rigor, memoria y consistencia. No puede hacerse sin evaluar el impacto real de las decisiones de un gobernante sobre los pueblos afectados por guerras, desplazamientos o amenazas militares. No puede hacerse en función de agendas coyunturales.
El fútbol merece más
En el fondo, la verdadera pregunta no es por qué Trump aceptó el premio, sino por qué FIFA decidió entregarlo. La respuesta apunta a una mezcla de cálculo político, conveniencia diplomática y la creciente tendencia de la organización a moverse en lógica de espectáculo más que de principios.
El fútbol, ese fenómeno capaz de unir al mundo, no merece convertirse en un instrumento legitimador del poder. La paz no es un trofeo simbólico que se otorga para agradar a un aliado. La paz es un valor político, ético y humano que exige coherencia.
Hoy FIFA ha enviado un mensaje equivocado. Y el mundo —sobre todo el que cree en el deporte como puente y no como blindaje— tiene razones para sentirse inquieto.










