
Durante años, Francisco Martín Moreno fue leído y citado como un divulgador de la historia nacional, con un estilo narrativo que, sin ser académico, lograba despertar interés por personajes y episodios clave del pasado mexicano.
Hoy, sin embargo, su figura parece desplazarse cada vez más hacia un territorio distinto: el del polemista incendiario cuya voz se identifica menos por su obra y más por sus declaraciones ideológicas, abiertamente alineadas con la derecha más radical y visceral.
Su reciente reconocimiento de que Hernán Cortés fue un genocida podría abrir un debate serio sobre la Conquista, la violencia colonial y la memoria histórica. Pero esa posibilidad se desmorona cuando, según publica el periódico El Universal, Moreno califica como “atentado contra la historia” exigir que España ofrezca disculpas o realizar procesos de revisión crítica desde el Estado o la sociedad contemporánea. La contradicción es evidente: aceptar el genocidio pero rechazar toda reflexión ética sobre él no es rigor historicista, es comodidad ideológica.
Más grave aún resulta su declaración —ya conocida— de que él optaría por “quemar” a los militantes de Morena si las condiciones se lo permitieran, evocando sin pudor la lógica de la Inquisición. No se trata de una provocación ingenua ni de un exceso retórico aislado: es un discurso que normaliza la violencia simbólica y legitima la deshumanización del adversario político. Cuando un intelectual cruza esa línea, deja de hablar como narrador del pasado y comienza a operar como promotor del odio.
No es necesario exigir rigor científico a quien nunca se ha asumido como historiador académico. Pero sí es legítimo —y necesario— cuestionar el rigor periodístico de los medios que amplifican sus declaraciones como si fueran análisis serios, dotándolas de autoridad moral o intelectual. En muchos casos, los medios de comunicación derechistas utilizan sus palabras para fortalecer la narrativa simplista de que toda iniciativa de izquierda es, por definición, perniciosa, corrupta o enemiga de la nación.
Aquí el problema no es solo Martín Moreno, sino el ecosistema mediático que convierte la estridencia en análisis y la descalificación en argumento. Un periodismo responsable no debería construir opinión pública a partir de frases cargadas de resentimiento ideológico, carentes de contexto histórico, sentido humanista y respeto por la dignidad del otro.
Defender la pluralidad política no significa justificar el discurso que celebra la violencia ni romantiza la represión. Criticar al gobierno de izquierda es válido, necesario y sano en una democracia. Desear la aniquilación del adversario, no. Confundir patriotismo con nostalgia autoritaria tampoco.
Francisco Martín Moreno parece hoy más cerca del panfleto que del pensamiento. Y quizá el verdadero atentado contra la historia no sea pedir disculpas por los crímenes del pasado, sino negarse a mirarlos con honestidad, humanidad y responsabilidad ética.
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Disculpas históricas que dignifican a las naciones
Lejos de ser una concesión humillante o una traición al patriotismo, las disculpas públicas por los crímenes del pasado han sido, en múltiples contextos, un gesto consciente que busca sanar heridas históricas, reconocer el sufrimiento de los pueblos y establecer una base ética para la reconciliación. No se trata de reescribir la historia, sino de asumirla con madurez.
Alemania, después del horror nazi, no sólo reconoció formalmente su responsabilidad en el Holocausto, sino que convirtió la memoria en política de Estado. Desde 1951, con Konrad Adenauer, hasta los gestos simbólicos de Willy Brandt arrodillado en Varsovia en 1970, el Estado alemán ha pedido perdón de manera explícita al pueblo judío y a las naciones víctimas del Tercer Reich. Lejos de debilitar a Alemania, ese proceso la consolidó como una de las democracias más sólidas de Europa.
En 2008, el primer ministro australiano Kevin Rudd ofreció disculpas formales a los pueblos aborígenes por las llamadas “generaciones robadas”, niños indígenas separados forzosamente de sus familias bajo políticas de asimilación. El acto fue transmitido en vivo y reconocido internacionalmente como un paso histórico hacia la justicia.
Canadá hizo algo similar en 2008 y 2017, pidiendo perdón por los abusos cometidos en los internados para indígenas, donde miles de menores fueron arrancados de sus comunidades con la intención de borrar su identidad cultural. El entonces primer ministro Justin Trudeau reconoció públicamente que esas prácticas constituyeron una forma de genocidio cultural.
Japón ha emitido, aunque con ambigüedades y tensiones internas, diversas disculpas por las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial, incluyendo sus acciones en Corea, China y otros territorios ocupados. Si bien el debate sigue abierto, el hecho mismo de estas declaraciones forma parte de un proceso de revisión histórica inevitable.
Estados Unidos, pese a sus profundas resistencias internas, ha emitido disculpas formales por la internación de ciudadanos de origen japonés durante la Segunda Guerra Mundial (1988) y ha reconocido crímenes históricos contra pueblos originarios, incluso si esas disculpas no siempre se han traducido en justicia plena.
Más recientemente, en 2023, el rey Carlos III expresó su pesar por los horrores de la esclavitud durante su visita al Caribe, reconociendo el papel de la Corona británica en ese sistema. Aunque insuficiente para muchos, el gesto fue interpretado como un paso hacia una memoria más honesta.
Estos ejemplos muestran que las disculpas públicas no son actos de debilidad sino de civilización. Son la expresión de una ética histórica que entiende que la grandeza de una nación no está en negar sus errores, sino en reconocerlos con responsabilidad.
Negarse a esa posibilidad en nombre del orgullo nacional no es defender la historia, sino convertirla en dogma. Y cuando la historia se vuelve dogma, deja de ser memoria viva y se transforma en instrumento de poder.










