Heraldos del Evangelio: la batalla interna que revela las fracturas del catolicismo contemporáneo

Integrantes de los Heraldos del Evangelio en procesión solemne, con túnicas medievales y estandartes religiosos.
Estética medieval, identidad rígida y acusaciones internas: los Heraldos del Evangelio enfrentan su capítulo más crítico ante el Vaticano.

En un primer vistazo, los Heraldos del Evangelio pueden parecer una rareza pintoresca: jóvenes vestidos con capas medievales, procesiones solemnes, música sinfónica y un estilo que mezcla caballería, estética barroca y devoción mariana intensa. 

Pero detrás de esa imagen llamativa se encuentra uno de los casos más reveladores del conflicto profundo que atraviesa hoy a la Iglesia católica: la tensión entre dos espiritualidades identitarias: unas que se sienten guardianas de la “tradición pura” y la otra es la visión sinodal y pastoral que impulsó el papa Francisco y que ahora hereda León XIV.

La historia reciente de los Heraldos es, en realidad, la historia de una burbuja espiritual que creció demasiado rápido, que desarrolló un ecosistema propio y que terminó chocando con la autoridad de Roma

Nacidos en Brasil como herederos espirituales del universo ideológico de Plinio Corrêa de Oliveira, político, periodista y escritor conservador brasileño, fundador e ideólogo de “Tradición, Familia y Propiedad”, movimiento católico tradicionalista, los Heraldos se expandieron con una velocidad inusual, con casas, internados, vocaciones juveniles y abundantes donantes. 

En un tiempo de crisis vocacional, representaban para muchos un oasis: orden, solemnidad, jóvenes comprometidos, belleza litúrgica. Sin embargo, su crecimiento vino acompañado de testimonios inquietantes de exmiembros y familiares que describían una cultura interna rígida, marcada por la obediencia absoluta, el aislamiento emocional y la idea de que el grupo era una especie de “sociedad alternativa” frente al mundo contemporáneo.

Fue precisamente esa cultura interna la que atrajo la atención del Vaticano. La llegada del papa Francisco hizo aún más evidente el contraste. Mientras el pontífice predicaba una Iglesia sinodal, cercana al pueblo, antipaternalista, crítica del clericalismo y profundamente preocupada por los abusos de poder y conciencia, los Heraldos ofrecían la imagen contraria: una comunidad altamente jerárquica, hermética, con trazos de elitismo espiritual y una identidad tan fuerte que, según diversos testimonios, la adhesión práctica al fundador superaba la adhesión al propio Papa. 

No hubo rebelión frontal ni manifiestos públicos contra Francisco, pero la distancia era palpable. En la vida cotidiana del grupo, la figura de João Scognamiglio Clá Dias, su fundador, funcionaba como centro doctrinal y emocional. Sus escritos formaban el grueso de la formación, sus criterios marcaban la pauta y su palabra parecía tener un peso absoluto.

La ruptura de confianza estalló cuando se filtraron videos de exorcismos supuestamente realizados en entornos internos del grupo. En ellos, un “demonio” pronosticaba la muerte del papa Francisco y afirmaba poseer al Vaticano, entre risas de los presentes, incluido el fundador

Más allá del trasfondo teológico, Roma leyó ese material como una señal perturbadora: una burla disfrazada de espiritualidad, un clima de desdén velado hacia el Papa, una teatralización de lo demoníaco usada como herramienta de cohesión interna. Fue la gota que hizo visible un problema más profundo.

A partir de entonces, el Vaticano actuó. En 2017 ordenó una visita apostólica y, dos años después, Francisco nombró un comisario pontificio para intervenir la asociación. En el lenguaje vaticano, esto equivale a decir: “La situación es grave; ya no pueden gobernarse solos”. 

Pero la reacción de los Heraldos dejó ver otro lado de la historia. Rechazaron públicamente la legitimidad del comisariado, cuestionaron la intervención y comenzó a difundir una narrativa de persecución. Aseguraron que enfrentaban una ofensiva ideológica dentro de la Iglesia debido a su “fidelidad a la tradición” y denunciaron fallas de procedimiento. 

Paralelamente señalaron que muchos de los procesos en su contra habían sido archivados y que no existían condenas por abusos sexuales ni cargos penales contra el fundador.

El caso comenzó a polarizarse. Por un lado, testimonios de exmiembros y padres de familia insistían en prácticas sectarias: separación emocional de las familias, humillaciones, castigos, control sobre la vida cotidiana de los jóvenes, presión para permanecer en el grupo y una formación escolar sustancialmente pobre en los internados, centrada en materiales propios. 

En Brasil, incluso autoridades civiles intervinieron, ordenando en algunos casos que menores regresaran a sus hogares mientras se investigaban denuncias sobre trato indebido. 

Por otro lado, la defensa institucional de los Heraldos se volvió extremadamente hábil y constante: comunicados, videos, libros y declaraciones que sostenían que todo era un “montaje” injusto. Los Heraldos se vistieron de víctimas de una maniobra por ser un grupo en crecimiento que se atrevía a no alinearse con la corriente eclesial dominante.

En medio de esa guerra de narrativas, la intervención vaticana quedó empantanada. El comisario pontificio, el cardenal Raymundo Damasceno, terminó presentando su renuncia “irrevocable”, alegando presiones y tensiones internas que hacían prácticamente imposible continuar el proceso de reforma. Con su renuncia, los Heraldos quedaron en una especie de limbo jurídico: ni liberados de la intervención, ni plenamente normalizados dentro de la estructura eclesial.

Este limbo llega ahora a las manos del papa León XIV, que hereda un expediente tan explosivo como simbólico. Su respuesta marcará mucho más que el futuro de un grupo brasileño: indicará qué tipo de liderazgo quiere ejercer y cómo piensa manejar las tensiones internas de la Iglesia.

Si decide una reconciliación pragmática, podría suavizar la intervención, reconocer algunas fallas en el proceso y permitir que los Heraldos continúen, siempre que acepten ciertos ajustes visibles. Sería una forma de cerrar un conflicto políticamente incómodo, pero dejaría intactas las preguntas sobre la estructura interna del grupo

Si opta por la confrontación, podría retomar la línea dura, exigir reformas profundas, limitar la autoridad del fundador, reconfigurar la formación de los jóvenes e incluso revisar el estatus canónico de la asociación. Esa vía enviaría un mensaje claro: no hay espacio para comunidades que funcionen como mundos paralelos dentro de la Iglesia. Pero tendría un costo alto: reforzaría la narrativa victimista y desataría resistencia entre sectores conservadores.

Existe también la posibilidad de una solución intermedia, un pacto negociado que mantenga a los Heraldos bajo vigilancia y obligue a cambios significativos sin destruir su identidad visual y espiritual. 

Y está la salida más probable en el corto plazo: dejar que el caso siga en el limbo, sin decisiones definitivas, mientras la atención pública se desplaza hacia otros temas.

En cualquiera de estos escenarios, el caso de los Heraldos del Evangelio revela algo más profundo que su propia historia. Muestra la fragilidad de la Iglesia para detectar y corregir dinámicas de poder disfrazadas de fervor religioso; exhibe la tensión entre tradición y reforma; y deja ver cómo ciertos grupos pueden construir relatos de autojustificación tan sólidos que hacen casi imposible cualquier escrutinio real.

En México, donde el panorama religioso también está marcado por grupos católicos tradicionalistas, movimientos carismáticos en expansión y comunidades con gobiernos internos complejos, la experiencia brasileña es una advertencia. Enseña que no basta con mirar la estética o el discurso doctrinal. Las comunidades religiosas pueden convertirse, sin darse cuenta, en espacios donde la obediencia se vuelve sumisión, donde la tradición se transforma en ideología y donde la espiritualidad sirve para proteger estructuras de poder difíciles de vigilar desde fuera.

El futuro de los Heraldos dependerá ahora del estilo de gobierno de León XIV. Pero el fenómeno que representan —una Iglesia dentro de la Iglesia— no desaparecerá. Es uno de los grandes desafíos del catolicismo contemporáneo: discernir entre la legítima diversidad espiritual y aquellas formas internas de organización que, bajo apariencia de fidelidad, terminan vulnerando la libertad, la conciencia y la dignidad de sus propios miembros.

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