
América Latina es uno de los territorios más marcadamente católicos del mundo. Sin embargo, la vida cotidiana de millones de creyentes, especialmente los más pobres, camina por lo general por senderos distintos al de la vida institucional de la Iglesia.
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La fe sigue viva en templos, barrios y hogares, pero es notable la impresión de que la estructura eclesial no siempre acompaña con la misma cercanía la profunda realidad de un continente desigual.
Con este análisis no buscamos atacar a la Iglesia, sino comprender la distancia histórica entre la actuación institucional de la Iglesia y la realidad social latinoamericana, una tensión que explica buena parte de su crisis de autoridad moral y del creciente distanciamiento de amplios sectores populares.
1. Un catolicismo profundamente sacramental en un continente sufriente
La vida católica latinoamericana ha sido moldeada por una tradición rica en sacramentos, devociones y celebraciones. Estas prácticas han sostenido espiritualmente a generaciones enteras.
Sin embargo, cuando la pastoral se concentra casi exclusivamente en la administración sacramental, puede distanciarse de la realidad de
los fieles: barrios periféricos, zonas rurales, cárceles, migraciones, comunidades indígenas, asentamientos urbanos.
Incluso es notable la ausencia de comunicación y cercanía entre el claro y el pueblo. Los sacerdotes solo conocen los nombres de los colaboradores parroquiales, pero no hay contacto con el pueblo fiel que participa en las celebraciones litúrgicas.
Esta tensión no es fruto de mala voluntad, sino de herencias históricas. Desde la época colonial, la Iglesia fue configurada como institución orientada al culto y a la conservación del orden social, más que a la transformación estructural. No se concebía a un clero preocupado por la pobreza y la injusticia que sufrían los pobres, sector social que constituía a la mayoría de los fieles de la iglesia.
Este distanciamiento entre la Iglesia y la realidad de pobreza de los pueblos latinoamericanos trató de resolverse en las conferencias episcopales como Medellín (1968), Puebla (1979) o Aparecida (2007)— no siempre se tradujeron en cambios duraderos en todos los niveles de la vida eclesial. Pocas veces se vio que las parroquias asumieran los compromisos contraídos en las conferencias de obispos.
La cuestión hoy no es ser “menos sacramental”, pues la vida sacramental es vital para la identidad católica, sino cómo lograr que la riqueza sacramental impulse una presencia pastoral constante y comprometida en los territorios más heridos, donde vive la mayor parte del pueblo de Dios.
2. Moral pública y moral interna: la tensión de dos realidades
Donde la Iglesia suele mostrar cercanía con las realidades sociales en en temas morales y por eso generalmente se pronuncia con firmeza ante temas de moral pública: aborto, matrimonio igualitario, educación sexual, eutanasia, familia, orden social. En esos casos la voz de la Iglesia es clara y contundente.
Pero cuando los problemas involucran su propia vida interna —pederastia, abusos de poder, enriquecimiento de algunos jerarcas, opacidad financiera—, la reacción institucional frecuentemente aparece más lenta, más cautelosa o menos severa. Aunque la doctrina condena sin ambigüedades estas prácticas, la respuesta histórica de la Iglesia ha sido insuficiente.
Este contraste genera una percepción ampliamente compartida: la Iglesia es muy exigente hacia afuera, pero a veces demasiado “prudente” hacia adentro. Esa incoherencia ha erosionado su credibilidad, sobre todo entre los pobres, que esperan testimonio antes que discursos.
3. Cuando la voz se eleva más ante la izquierda que ante la derecha
Históricamente, en América Latina la jerarquía católica ha tendido a dirigir sus críticas con mayor claridad hacia gobiernos de izquierda que hacia gobiernos conservadores.
La Iglesia ha sido firme, contundente y hasta heroica ante gobiernos como el de Nicaragua de Ortega, la Venezuela de Maduro, la Colombia de Petro, el Chile de Boric o el México de López Obrador, pero fue complaciente y en ocasiones cómplice en gobiernos de Somoza, Pinochet, Batista, Videla o Díaz Ordaz.
Aunque no es una regla absoluta, sí es un patrón explicable por varias razones sociopolíticas de las cuales identificamos al menos cinco:
- Los gobiernos progresistas suelen impulsar reformas sobre educación, familia, sexualidad o derechos reproductivos que chocan directamente con posiciones doctrinales católicas.
- La memoria de la Guerra Fría, sembró temores de marxismo en cualquier discurso sobre justicia social. La Iglesia no podía pronunciarse contra la justicia social, pero sí identificó al marxismo como esencialmente ateo para oponerse a cualquier sistema social que ponga en riesgo sus propiedades y poder. Ese temor sigue presente en ciertos sectores eclesiales.
- En muchos países, la jerarquía mantuvo relaciones estables con élites empresariales y políticas conservadoras, lo que hizo que sus críticas fueran más diplomáticas y menos visibles ante los abusos de derecha.
- Cuando la sociedad denuncia la desigualdad o la represión estatal, algunos sectores eclesiales más tradicionales califican inmediatamente esas voces de “izquierdistas”.
- La izquierda ha descuidado temas sensibles de la sociedad como la familia y los valores, mientras que ha acentuado su posición a favor del aborto y la identidad de género.
Sin embargo, esto no significa que la Iglesia en su conjunto guarde silencio ante las heridas de la sociedad. El problema no está en la ausencia total de denuncia, sino en la diferencia de intensidad, coherencia y valentía según quién ocupa el poder político.
4. La profecía que surge desde abajo
Las voces proféticas de la Iglesia latinoamericana —las que denuncian abusos del poder, violaciones de derechos humanos, violencia estatal o corrupción empresarial— casi siempre surgen desde abajo: párrocos de periferia, religiosas, laicos organizados, comunidades de base, defensores de migrantes, pastoral carcelaria, acompañantes de pueblos indígenas.
La Iglesia católica latinoamericana no ha carecido de voces proféticas. Al contrario: sacerdotes como Ernesto Cardenal en Nicaragua o Alejandro Solalinde en México, así como obispos como Óscar Romero de El Salvador, Samuel Ruiz en México o Enrique Angelelli de Argentina, entre otros muchos, encarnaron una denuncia evangélica radical frente a la injusticia.
Sin embargo, estas voces surgieron casi siempre desde los márgenes de la institución y, con frecuencia, fueron cuestionadas, perseguidas o desacreditadas por los mismos aparatos eclesiales que hoy las celebran como testimonio
Son ellos quienes viven donde la vida duele. Y por eso mismo, cuando alzan la voz, suelen ser señalados como “comunistas” o “cura rojos”, pese a que su profetismo nace directamente del Evangelio.
Mientras tanto, si los abusos provienen de gobiernos de derecha, la estructura institucional opta por la prudencia diplomática: no atacar, no confrontar, no denunciar, sino mantener una relación cordial, cercana y amistosa.
No creemos que la iglesia institucional carezca de fe, sino que sostiene una lógica interna que privilegia la estabilidad, el diálogo con el poder y la preocupación por evitar conflictos políticos y obtener beneficios.
El resultado es una fractura evidente: la Iglesia territorial camina con el dolor del pueblo, mientras que la Iglesia institucional, salvo honrosas excepciones, sólo lo observa desde cierta distancia.
5. La herida profunda: un continente de pobres frente a una Iglesia que ha preferido la prudencia
La crisis actual no deriva de una falta de doctrina. Al contrario, Medellín, Puebla, Santo Domingo, Aparecida, y documentos de pontífices como Juan Pablo II en Brasil, Benedicto XVI en Aparecida y Francisco en todo su magisterio, han insistido en la opción preferencial por los pobres como eje del catolicismo latinoamericano.
El pontificado de León XIV, aún en sus inicios, ha mostrado señales de querer caminar en esa misma dirección, con gestos y palabras que apuntan hacia una sensibilidad particular por los pobres. Pero todavía es temprano para evaluar la profundidad y consistencia de su orientación.
La herida no está en la doctrina. Está en la distancia entre lo que se enseña y lo que se hace. En el desfase entre liturgia y barrio, templo y territorio, altar y vida concreta.
6. Hacia una Iglesia más coherente y cercana
Las preguntas que se abren no buscan debilitar a la Iglesia, sino fortalecerla:
- ¿Puede la Iglesia fortalecer una pastoral territorial donde los laicos acompañen las realidades concretas del pueblo, sin que la vida sacramental deje de ser su fuente y culmen?
- ¿Puede la Iglesia revisar sus relaciones históricas con élites políticas y económicas para recuperar mayor libertad moral?
- ¿Puede responder con la misma valentía pastoral a abusos de autoridad sin importar si son de derecha o de izquierda?
- ¿Puede escuchar más a las voces proféticas que surgen desde abajo y menos a los intereses que buscan neutralizarlas?
- ¿Puede encarnar la opción por los pobres no sólo como doctrina, sino como práctica institucional sostenida?
Cada vez que la Iglesia ha intentado responder afirmativamente a estas preguntas —desde Óscar Romero hasta Aparecida— ha recuperado frescura, autoridad moral y fuerza evangelizadora.
Lectura final:
La Iglesia latinoamericana vive un momento decisivo. No se le pide abandonar la sacramentalidad ni renunciar a su identidad, sino alinear su praxis con la verdad que proclama.
Todos entendemos perfectamente el valor y centralidad de los sacramentos como esencia del cristianismo, pero en un continente donde la pobreza es masiva, la violencia cotidiana y la desigualdad estructural, la Iglesia recuperará su lugar si camina más cerca de las periferias que de los privilegios.
Porque el Evangelio no cambia: en América Latina, como en todo tiempo y lugar, Dios sigue teniendo rostro de pobre.










