Cuando escuchamos la palabra fiebre, lo primero que pensamos es en una señal de alarma. Sin embargo, la realidad es que la fiebre no es una enfermedad en sí misma, sino un mecanismo de defensa del cuerpo.
¿Por qué la fiebre es una aliada?
Cuando nuestro organismo detecta la presencia de virus, bacterias u otros agentes dañinos, eleva su temperatura interna. Este aumento dificulta que los microbios se multipliquen y, al mismo tiempo, activa mejor las defensas naturales, como los glóbulos blancos. En otras palabras, la fiebre crea un ambiente hostil para los invasores y da ventaja a nuestro sistema inmune.
Por eso, una fiebre moderada puede considerarse un signo positivo: significa que el cuerpo está luchando.
¿Cuándo la fiebre deja de ser útil y se convierte en un riesgo?
Aunque la fiebre ayude, también puede volverse peligrosa si sube demasiado o dura demasiado tiempo. Una temperatura mayor a 38.5–39 °C, sobre todo en niños pequeños, adultos mayores o personas con enfermedades crónicas, requiere atención inmediata. El exceso de calor no solo causa malestar, sino que también puede provocar deshidratación, convulsiones u otras complicaciones.
En estos casos, los medicamentos para bajar la fiebre no son “enemigos” del cuerpo, sino un recurso para evitar daños mayores y mantener la seguridad del paciente.
La importancia de la vigilancia médica
Nunca debemos olvidar que la fiebre es un síntoma, y no la causa del problema. Puede deberse a una infección leve, pero también puede deberse a enfermedades más serias. Por eso, la recomendación más importante es no automedicarse y buscar la orientación de un médico, quien podrá determinar si basta con observar y controlar la fiebre, o si es necesario tratar la causa con antibióticos, estudios u otros cuidados.
Una señal que hay que observar
La fiebre es como una alarma: nos avisa que algo sucede en el cuerpo. Pero esa fiebre puede ser una aliada en la lucha contra infecciones, solo que necesita ser observada con cuidado para que no se convierta en un riesgo.
El equilibrio está en reconocer su papel, atender el malestar cuando es necesario y, sobre todo, confiar en la guía de los profesionales de la salud.