La indigencia en México: el rostro más olvidado de la desigualdad

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Pocos temas duelen y, al mismo tiempo, incomodan tanto como la indigencia. La presencia constante —y muchas veces ignorada— de personas sin hogar en calles, parques, banquetas, estaciones y puentes peatonales no sólo es un drama humano, sino un síntoma estructural de un país marcado por la exclusión. En México, la indigencia ha sido históricamente un fenómeno invisibilizado, marginal en las políticas públicas y ausente de los grandes debates nacionales.

Un abandono prolongado

A lo largo de décadas, especialmente durante el periodo neoliberal (1982-2018), las políticas sociales en México favorecieron la focalización de la pobreza —es decir, atender a los “más pobres entre los pobres”— bajo esquemas de asistencia condicionada, mientras se desmantelaban progresivamente los sistemas de protección universal. En este contexto, los gobiernos neoliberales vieron la indigencia no como un fracaso de su modelo económico, sino como un problema colateral, incluso inevitable.

La prioridad se centró en las “clases vulnerables” que aún conservaban algún capital social o posibilidad de movilidad, mientras que quienes ya lo habían perdido todo —hogar, familia, salud, redes— quedaron olvidados. Lo que se construyó, en suma, fue un sistema selectivo y excluyente, donde la indigencia nunca fue una prioridad real.

Cifras opacas, vidas descartadas

No hay una cifra oficial reciente que indique con precisión cuántas personas viven en situación de calle en México. El INEGI no ha desarrollado un censo específico para esta población, y los esfuerzos son dispersos. Algunos gobiernos estatales estiman números aproximados, pero la falta de un diagnóstico nacional impide una política pública articulada.

El Instituto para la Atención de las Personas en Situación de Calle (IAPSC) en la Ciudad de México —la única entidad pública especializada— reportó hace unos años más de 6,700 personas en situación de calle tan solo en la capital. Se estima que a nivel nacional la cifra supera las 30,000, aunque organizaciones civiles advierten que podría ser mucho mayor.

El desafío para la 4T

La Cuarta Transformación, encabezada por el presidente Andrés Manuel López Obrador, impulsó una amplia red de programas sociales bajo el paraguas de la “justicia social”, priorizando el combate a la pobreza y la desigualdad. Adultos mayores, jóvenes sin acceso a educación, personas con discapacidad, comunidades indígenas y campesinas comenzaron a recibir apoyos directos.

Sin embargo, la indigencia representa un caso atípico dentro de este entramado: no sólo por su extrema vulnerabilidad, sino porque muchos indigentes carecen de documentos, domicilio o vínculos familiares que les permitan siquiera registrarse en el padrón de beneficiarios. Esto los convierte en los excluidos de los excluidos.

Dicho de otra manera: si bien los programas sociales han atenuado la reproducción de la pobreza y han evitado que más personas caigan en la indigencia, no han logrado —ni parece que puedan lograr por sí solos— una respuesta integral para quienes ya viven en ella.

¿Y la política pública?

Atender la indigencia requiere algo más que transferencias económicas. Implica una estrategia multidimensional: salud mental, adicciones, vivienda de emergencia, empleo protegido, reinserción familiar o comunitaria, y una coordinación interinstitucional real. También demanda recursos sostenidos y personal especializado.

Hasta ahora, el enfoque ha sido fragmentado. Algunas ciudades han implementado albergues temporales, pero estos suelen operar con capacidad insuficiente, sin seguimiento ni protocolos de salida. Otras administraciones han optado por medidas punitivas disfrazadas de “limpieza urbana”, desplazando a personas en situación de calle sin resolver el fondo del problema.

Urge un cambio de visión

El fenómeno de la indigencia no desaparecerá solo. Mientras persista una estructura que expulsa a quienes fracasan en el sistema económico, mientras no haya políticas públicas universales y derechos garantizados para todos —no sólo para los “más pobres”, sino para todos—, México seguirá produciendo indigentes.

La sociedad, por su parte, tiene una tarea pendiente: dejar de ver a las personas en situación de calle como una molestia visual o un riesgo, y comenzar a verlas como seres humanos que necesitan comunidad, no caridad. La recuperación del tejido social empieza por los últimos.

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