La salida del fiscal general Alejandro Gertz Manero no responde únicamente a su edad ni a un simple relevo administrativo. Es el desenlace de un prolongado desgaste institucional, marcado por casos sin resolver, pérdida de confianza social y una presión creciente desde sectores ciudadanos que exigían resultados reales. Más que un cambio de nombre, lo que está en juego es la credibilidad misma del sistema de procuración de justicia en México.
Del fiscal “autónomo” al funcionario cuestionado
Cuando Alejandro Gertz Manero asumió la titularidad de la Fiscalía General de la República en 2019, lo hizo bajo una promesa central: encarnar un nuevo modelo de procuración de justicia, independiente del Ejecutivo, profesional y capaz de romper con la impunidad histórica. Su designación fue presentada como parte de la transformación institucional del país, destinada a dejar atrás las prácticas de la antigua Procuraduría General de la República.
Sin embargo, con el paso de los años, esa promesa se fue erosionando. La expectativa de una Fiscalía plenamente autónoma dio paso a cuestionamientos crecientes sobre su independencia efectiva, particularmente por decisiones que fueron interpretadas como alineadas con intereses del poderes políticos poco claros.
Más que una cercanía personal o partidista explícita, lo que se instaló fue la percepción de una institución poco dispuesta a actuar con la firmeza esperada frente a actores de alto nivel. Lejos de consolidarse como un contrapeso institucional robusto, la FGR fue vista cada vez más como un órgano con limitada capacidad de actuación independiente.
Resultados parciales frente a una deuda estructural
Durante su gestión se produjeron algunos hechos que fueron presentados como avances significativos, como extradiciones de alto perfil y la apertura de procesos judiciales contra figuras políticas vinculadas a casos de corrupción. Sin embargo, estos episodios no lograron transformar la percepción general de ineficacia y debilidad institucional, ni revertir la sensación de que la justicia seguía siendo selectiva y tardía.
Casos emblemáticos como Ayotzinapa evidenciaron una profunda fractura entre la Fiscalía y las víctimas. Las denuncias de falta de claridad en la investigación, cambios abruptos en la estrategia jurídica y decisiones que favorecieron la liberación de algunos implicados reforzaron la idea de que la FGR no estaba a la altura del mandato histórico de verdad y justicia.
A ello se sumaron procesos judiciales que se diluyeron por deficiencias técnicas, investigaciones fragmentadas y una incapacidad estructural para responder al drama cotidiano de la violencia, las desapariciones y la agresión contra periodistas, fenómenos que continúan marcando la vida nacional.
Presión social y desgaste político
Aunque la oposición partidista cuestionó el procedimiento de su salida, la presión más persistente no provino de los actores tradicionales de derecha, sino de colectivos de víctimas, organizaciones de derechos humanos y sectores ciudadanos que desde hace años denunciaban las fallas del modelo de procuración de justicia.
Su permanencia comenzó a representar un alto costo político incluso al interior del propio proyecto gobernante, que veía debilitado su discurso de transformación mientras se mantenía una figura asociada al estancamiento de casos sensibles y a la falta de resultados visibles.
La renuncia, en ese sentido, no puede entenderse como un ajuste menor, sino como la respuesta a una demanda acumulada de renovación institucional.
Una renuncia que abre preguntas más profundas
El modo en que se dio su salida —acompañada de un nombramiento diplomático y de un relevo provisional dentro del mismo entorno político— deja abierta la duda sobre el alcance real de la transformación que se pretende impulsar en la Fiscalía.
La interrogante de fondo sigue siendo si este cambio marcará el inicio de una Fiscalía genuinamente renovada o si se limitará a una rotación de figuras sin modificar las inercias que han debilitado el sistema de justicia.
La credibilidad institucional no se recupera con discursos ni con gestos simbólicos, sino con acciones verificables, transparencia efectiva y una clara voluntad de romper con las prácticas que han sostenido la impunidad.
Está es una oportunidad pero también un riesgo de repetir la simulación
La salida de Alejandro Gertz Manero representa una oportunidad para repensar el papel de la Fiscalía General de la República en la vida pública del país. Es un momento que podría sentar las bases para una etapa más responsable, más cercana a las víctimas y menos subordinada a los equilibrios de poder.
Pero esa oportunidad sólo será real si la renovación se traduce en un cambio de visión y de prácticas, no únicamente de personas. De lo contrario, el país continuará atrapado en un ciclo donde se sustituye al funcionario, pero no se transforma la estructura que permite que la justicia sea lenta, selectiva e insuficiente.
Lo que México necesita no es simplemente un nuevo fiscal, sino una nueva forma de entender la justicia como pilar de la vida democrática y no como instrumento de administración política del conflicto.











