En un país con profundas desigualdades sociales como México, el acceso a la salud debería ser un derecho universal garantizado por el Estado, no una moneda de cambio en la lucha política. Sin embargo, la realidad muestra una vez más cómo las diferencias entre gobiernos estatales y federales terminan cobrando víctimas silenciosas: las personas enfermas, pobres o vulnerables que no encuentran atención oportuna.
El programa IMSS-Bienestar, promovido por el gobierno federal como el nuevo modelo de atención médica pública para personas sin seguridad social, se presenta como la gran apuesta para reemplazar el colapsado Seguro Popular y reorganizar los servicios de salud en los estados. A la fecha, la mayoría de las entidades federativas han firmado convenios para transferir sus servicios de salud al modelo federal. Pero varios estados, los gobernados por la oposición —incluyendo a Jalisco, Guanajuato, Aguascalientes, Chihuahua y Yucatán— han decidido no adherirse.
Más allá del debate técnico o presupuestal, lo que llama la atención es el uso de la salud como herramienta de confrontación política. Mientras el gobierno federal insiste en centralizar los servicios y promete gratuidad, abasto de medicamentos y personal suficiente, los gobiernos estatales de oposición argumentan desconfianza en la operación del programa, falta de reglas claras, y pérdida de soberanía local. Ambos discursos podrían tener algo de razón, pero bastaría con negociar civilizadamente parábola llegar a acuerdos.
El problema es que, entre dimes y diretes, quienes quedan en medio son millones de pacientes que enfrentan citas médicas diferidas, medicamentos inexistentes, infraestructura en ruinas o personal insuficiente, y todo por la renuencia a incorporarse al programa IMSS-Bienestar.
Este escenario pone de manifiesto una dolorosa verdad: en México, la salud pública no es prioridad real para muchos políticos, sino un campo más para la guerra ideológica. En lugar de buscar mecanismos de coordinación, acuerdos técnicos y corresponsabilidad institucional, la polarización empuja a gobiernos estatales y federales a atrincherarse en sus respectivas narrativas, mientras la población padece la falta de atención médica como daño colateral.
No se trata de obligar a los estados a incorporarse ciegamente a un modelo federal que aún tiene retos de implementación. Pero tampoco puede aceptarse que las decisiones sobre salud pública se tomen con criterios partidistas o por cálculo electoral. Hay familias que hoy tienen que recorrer horas para encontrar atención de especialidad. Hay niños que no reciben tratamientos adecuados. Hay personas con enfermedades crónicas que están siendo desatendidas por decisiones tomadas en escritorios donde lo último que importa es el paciente.
Es momento de exigir a todas las autoridades, sin importar su color político, que coloquen la salud por encima de la estrategia. Que transparenten sus razones, presenten alternativas viables y demostrables si no se incorporan al IMSS-Bienestar, y asuman públicamente la responsabilidad que implica manejar el débil sistema estatal de salud de millones. Los ciudadanos no votan por partidos para quedar atrapados en disputas de poder, sino para que les resuelvan problemas concretos: que haya médicos, medicinas, hospitales funcionando y respeto a su dignidad.
Si no se toma con seriedad, esta batalla política puede derivar en una crisis sanitaria silenciosa que afectará más a quienes menos pueden defenderse. Y eso, en cualquier escenario democrático, debería ser inaceptable.