Las Posadas: honrar la tradición, aunque sea en la memoria

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Posada tradicional mexicana en un barrio: niños rompen una piñata de siete picos mientras vecinos cantan, comparten dulces y beben ponche en un ambiente festivo y comunitario.
Escena de una posada tradicional en un barrio mexicano: cantos, piñata, ponche y comunidad, símbolos de una tradición que aún vive en la memoria colectiva.

Hay tradiciones que no mueren de golpe. Se adelgazan, se repliegan, se vuelven recuerdo antes que práctica. Persisten no tanto en la repetición exacta del rito, sino en la memoria social que las sostiene. 

Ese es el caso de Las Posadas, una de las expresiones culturales más entrañables de México, hoy sometida a la velocidad del presente, a la fragmentación de la vida comunitaria y a la pérdida de los rituales compartidos.

Durante generaciones, del 16 al 24 de diciembre, las posadas fueron algo más que un acto religioso: eran una experiencia de barrio, un lenguaje común. Hoy, en muchos lugares, han cambiado de forma o se han reducido a reuniones privadas. En otros, han desaparecido por completo. No por falta de valor, sino porque las condiciones sociales que las sostenían ya no existen del mismo modo.

La pregunta no es si podemos volver atrás, sino qué hacemos con lo que fuimos.

Cuando el barrio se volvía camino

Hubo un tiempo —no tan lejano— en que diciembre transformaba el ritmo de los barrios. Al caer la tarde, las calles se llenaban de voces. Niños, jóvenes y adultos salían juntos, velas en mano, formando la pequeña procesión que avanzaba casa por casa. No era una escenificación solemne; era una mezcla de fe sencilla, convivencia y expectativa.

La ronda comenzaba con los cantos de petición, repetidos año tras año hasta memorizarse sin esfuerzo. Desde afuera se pedía posada; desde adentro se respondía, primero con la negativa ritual, luego con la aceptación que siempre llegaba. Y cuando por fin se abría la puerta, no solo entraban María y José simbólicos: entraba todo el barrio.

La casa que recibía no lo hacía para lucirse, sino para servir. Ahí esperaba la piñata —generalmente de barro, con siete picos— que no era solo un juego: representaba las tentaciones, el mal que debía romperse. El palo, los ojos vendados, los turnos desordenados, las risas y algún golpe fallido formaban parte del aprendizaje colectivo. Al romperse, los dulces que caían al suelo no eran solo premio: eran abundancia compartida, nadie tomaba más de lo necesario, todos alcanzaban algo. Pero a veces aparecían los abusones que en vez de provocar ira, generaban risa.

El ponche caliente, servido en jarros o vasos de plástico, humeaba en las manos mientras se conversaba. No había prisa. Se hablaba del año que terminaba, de los ausentes, de los que ya no estaban. Las posadas eran, sin saberlo, una liturgia cotidiana del encuentro.

Nada era espectacular, pero todo tenía sentido.

El valor de lo simbólico

Hoy, cuando esa escena parece pertenecer a otra época, surge la tentación de pensar que la tradición perdió su valor. Sin embargo, ocurre lo contrario: cuando una práctica ya no puede vivirse plenamente, su significado se vuelve más urgente.

Celebrar una posada simbólica —recordarla, narrarla, explicarla— no es un gesto vacío. Es una forma de educar la memoria, de transmitir valores que no caben en discursos abstractos: la hospitalidad, la paciencia, la espera, la comunidad, la mesa compartida.

Las tradiciones no solo viven cuando se ejecutan al pie de la letra. Viven cuando se comprenden.

Tradición no es rutina, es identidad

Las Posadas no importaban solo por el rito, sino por lo que expresaban:

la dignidad del que pide,

la responsabilidad del que abre,

la alegría del que comparte.

Cuando una tradición se borra por completo, no solo se pierde una costumbre: se debilita una forma de entendernos como sociedad. En cambio, cuando se conserva al menos en el plano simbólico, permanece como referencia común, como un recordatorio silencioso de que hubo un tiempo en que caminar juntos tenía sentido.

Honrar el pasado para no vaciar el presente

Tal vez sea imposible —y hasta innecesario— recuperar las posadas tal como se vivían hace décadas. Las sociedades cambian, y con ellas sus prácticas. Pero honrar la tradición no exige copiarla, sino reconocer su sentido y transmitirlo.

Hablar de Las Posadas, narrarlas con melancolía pero también con gratitud, es una forma de resistencia cultural frente al olvido. Es decir: esto fuimos, esto valoramos, esto no queremos perder del todo.

Las Posadas quizá ya no recorran todas las calles, pero mientras sigan habitando la memoria colectiva, no estarán perdidas. Estarán esperando, como en el canto antiguo, a que alguien —en algún lugar— vuelva a abrir la puerta.

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