En lo profundo de las montañas de Michoacán, en los cañaverales de Jalisco o entre las calles polvorientas de la frontera norte, las guerras del narcotráfico ya no se libran solo entre mexicanos. Exmilitares colombianos, kaibiles guatemaltecos, francotiradores ucranianos o expertos en explosivos rusos han sido detectados operando en células del crimen organizado en México. Lo que hace unos años parecía una excepción hoy se perfila como una estrategia clara: los cárteles están reclutando extranjeros para profesionalizar su aparato de guerra.
Según investigaciones recientes y testimonios recabados por medios internacionales, los grupos criminales están atrayendo a excombatientes con sueldos atractivos, promesas de trabajo en seguridad privada y, en algunos casos, incluso mediante el engaño. El Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG) ha sido uno de los más activos en esta práctica, seguido de cerca por células del Cártel de Sinaloa.
Las razones son múltiples, pero tienen un denominador común: elevar la capacidad de fuego. Los cárteles ya no se conforman con pistoleros improvisados. Buscan a quienes tienen formación en guerra irregular, manejo de explosivos, estrategias de emboscada y tácticas urbanas. “Los colombianos que llegaron ya sabían usar drones cargados con explosivos y armamento de alto poder”, relató un investigador anónimo del Ejército mexicano a El País. En algunas zonas de Michoacán se les ha visto entrenando a sicarios locales y encabezando ataques contra grupos rivales.
El origen de estos mercenarios es diverso. Hay exguerrilleros de las FARC o exmilitares del ejército colombiano con experiencia en conflictos intensos. También hay testimonios de reclutamiento de europeos del Este que sirvieron en Ucrania o Chechenia, e incluso de israelíes y holandeses con historial en seguridad privada. Muchos llegan por necesidad económica, otros por pura experiencia militar.
Pero no todo es voluntario. Algunos testimonios revelan que hay quienes caen en redes de fraude: les ofrecen trabajo como escoltas o vigilantes en anuncios por redes sociales, y cuando llegan a México, son llevados a campamentos de adiestramiento, como el tristemente célebre rancho Izaguirre en Teuchitlán, Jalisco. Allí son retenidos, adoctrinados, entrenados en el uso de armas y, si intentan huir, ejecutados.
¿Por qué arriesgarse a traer extranjeros? Hay varias hipótesis. Una es que los foráneos no tienen lazos familiares ni redes locales, por lo que es más difícil que traicionen al grupo o se filtren como informantes. Otra apunta a que algunos perfiles –como los expertos en armamento pesado o guerra electrónica– simplemente no existen entre los reclutas nacionales. También se cree que algunos de estos mercenarios funcionan como fachada para operaciones internacionales de tráfico de drogas o armas.
Esta estrategia revela un problema profundo: los cárteles ya no operan como bandas improvisadas, sino como estructuras paramilitares bien organizadas, con estrategias de expansión y profesionalización. Enfrentarlos ya no es solo cuestión de balas, sino de inteligencia, cooperación internacional y nuevas formas de prevención.
Mientras tanto, los campos de entrenamiento siguen activos, las redes de reclutamiento continúan operando en redes sociales y las guerras del narco se tornan cada vez más internacionales. Lo que está en juego ya no es solo la seguridad de México, sino la capacidad de los Estados para contener a organizaciones criminales que operan con lógica de ejércitos privados.