No basta con la opinión ética de la presidenta: urge aplicar la ley ante el racismo y la agresión a la autoridad

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Julio 2025

El reciente caso de una ciudadana argentina que insultó y discriminó a un policía mexicano ha despertado una justificada ola de indignación en redes sociales y medios de comunicación. 

Pero sería un error limitar el análisis de lo ocurrido al espectáculo viral de un acto de racismo flagrante. Lo que está en juego aquí es mucho más profundo y más urgente: la aplicación efectiva del Estado de derecho en un país que presume de ser una democracia en transformación.

Las imágenes son elocuentes. La mujer, visiblemente alterada, arremete contra un policía con insultos clasistas y xenófobos, llamándolo “negro horroroso” y recriminándole su labor como servidor público. La situación, ocurrida en la Ciudad de México, parece haberse originado por un conflicto en torno al uso de un espacio con parquímetro. Pero más allá de los detalles técnicos del hecho, lo que emerge es una conducta violenta, humillante y racista dirigida hacia una autoridad por el simple hecho de que esta cumple con su deber.

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La presidenta Claudia Sheinbaum fue clara al declarar: “no a la discriminación, no al racismo”. Pero no basta con el enunciado ético. No basta con la condena simbólica. El país necesita acciones concretas, investigación, sanciones si las hay, y, con hechos, un mensaje contundente desde las instituciones: en México no se puede humillar a otro ser humano, ni menos a un agente del orden público, sin enfrentar consecuencias legales.

Es válido —y sano— que se investigue también si el procedimiento policial fue el correcto. La crítica a la autoridad, cuando está justificada, es un derecho ciudadano. Pero el abuso contra la autoridad no puede normalizarse ni dejarse impune. En este caso no se trató de una protesta ni de un reclamo legítimo, sino de una agresión verbal motivada por prejuicios raciales y una actitud de desprecio clasista, elementos que deben ser considerados como agravantes si se decide proceder legalmente.

El asunto cobra aún mayor gravedad cuando se recuerda que la Constitución y las leyes mexicanas prohíben toda forma de discriminación. Entonces, si este caso no se puede perseguir de oficio, o si no hay mecanismos legales claros para sancionar este tipo de conductas, se evidencia una laguna jurídica que el poder legislativo debe subsanar con urgencia. No es aceptable que un civil —sea mexicano o extranjero— pueda insultar con impunidad a una autoridad que actúa dentro de su marco legal.

Lo ocurrido no es un hecho aislado. Forma parte de una preocupante tendencia de exceso por parte de algunos sectores de la población —nacionales y extranjeros— que se sienten con derecho de violar normas bajo el amparo de un malentendido concepto de libertad. La libertad de expresión no incluye el racismo, la injuria o el desprecio por la dignidad humana.

Este es un momento para que el nuevo gobierno federal y las autoridades locales den una muestra clara de que no tolerarán ni la discriminación ni la agresión a las instituciones encargadas de hacer cumplir la ley. No se trata de ejercer mano dura, sino de garantizar que las reglas se respetan, y que quien las rompe, responde ante ellas.

El escándalo ya está hecho. Pero de nada servirá si no se traduce en una acción legal, institucional y legislativa que frene estos excesos antes de que escalen y terminen en tragedia.

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