La narrativa dominante en ciertos círculos políticos, académicos y mediáticos insiste en que México atraviesa un proceso de militarización. Esa afirmación, sin embargo, omite matices fundamentales de la realidad nacional y pasa por alto una verdad más incómoda: las Fuerzas Armadas se han convertido, en múltiples frentes, en un recurso necesario para sacar adelante tareas que, en manos de estructuras civiles debilitadas o corrompidas, simplemente no habrían sido posibles.
En el fondo de este debate hay una pregunta urgente: ¿de qué otra manera se podía avanzar en temas críticos como la seguridad pública, la construcción de grandes obras de infraestructura, o la entrega de programas sociales, sin caer —una vez más— en redes de corrupción y simulación?
El presidente López Obrador lo explicó una y otra vez: no se trata de militarizar el país, sino de confiar tareas específicas a una institución que ha demostrado lealtad, disciplina y eficacia, sobre todo frente al naufragio ético y funcional de muchas policías estatales y dependencias federales. La presidenta Claudia Sheinbaum ha refrendado esta visión: mientras el poder siga siendo civil y democrático, y las Fuerzas Armadas no tomen decisiones políticas, no hay militarización.
Este enfoque fue justamente refrendado esta semana con la aprobación de la nueva Ley de la Guardia Nacional en el Senado, que concreta su integración a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) y le otorga nuevas facultades en tareas de inteligencia e investigación.
Esta reforma, impulsada por la presidenta Claudia Sheinbaum, busca dar un marco legal y operativo más sólido a una institución que ya cumple un papel fundamental en la seguridad pública, particularmente en regiones donde las policías locales han sido rebasadas o cooptadas por el crimen organizado.
La decisión ha generado críticas de sectores que insisten en ver ahí una peligrosa “militarización”. Pero quienes apoyan esta legislación, entre ellos legisladores de la mayoría y amplios sectores sociales, sostienen que se trata de una medida necesaria y responsable para fortalecer el Estado de derecho en zonas vulnerables. La Guardia Nacional, argumentan, no sustituye al poder civil, sino que actúa bajo su mando para contener una violencia que ningún otro cuerpo ha podido frenar.
Este enfoque ha permitido que el Ejército y la Marina participen en proyectos como el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA), el Tren Maya, la construcción de cuarteles de la Guardia Nacional, los bancos del Bienestar, y hasta en la distribución de medicamentos. ¿Por qué? Porque en muchos casos, eran proyectos condenados al fracaso si seguían en manos de contratistas, burócratas o estructuras contaminadas por prácticas deshonestas.
Por supuesto, no se niega que hay riesgos. Cualquier participación prolongada del Ejército en la vida civil debe ser acotada, regulada y transparente. Pero también es ingenuo o irresponsable suponer que se puede desmontar el poder del crimen organizado, reconstruir territorios tomados por la violencia o garantizar una infraestructura de calidad, con instituciones que aún arrastran décadas de abandono y penetración del dinero sucio.
Analistas, periodistas y académicos afines a la Cuarta Transformación lo han dicho con claridad: no se trata de rendirle el país al Ejército, sino de pedirle ayuda en tareas estratégicas, hasta que la institucionalidad civil esté lista para retomar el mando total. Y ese proceso no se construye en sexenios, sino en generaciones.
Quienes hoy se alarman por la presencia militar deberían preguntarse por qué la sociedad sigue confiando más en los soldados que en los políticos tradicionales o las viejas estructuras civiles. Tal vez la respuesta esté en el descrédito acumulado por años de corrupción, represión y simulación.
No, no estamos viviendo una militarización al estilo de las dictaduras del siglo XX. Lo que vemos es un uso pragmático y constitucional de una institución del Estado para evitar que los vacíos de poder sean llenados por el crimen o por la negligencia. Y mientras ese equilibrio se mantenga, no es una amenaza: es una tabla de salvación.