Un artículo reciente publicado en FamiliayVida.com.mx nos recuerda una verdad que ha estado a la vista, pero que aún no se asume del todo: las familias mexicanas han cambiado, y con ellas también deberían transformarse las políticas públicas, la estructura institucional del Estado y, sí, también las líneas pastorales de las iglesias.
El texto, titulado “Así son hoy las familias mexicanas: entre la tradición, el cambio y la diversidad”, ofrece una radiografía clara del México actual: un país con más de 35 millones de hogares, donde el modelo tradicional ya no es el único, ni siquiera el dominante en algunas regiones.
Puedes revisar el interesante artículo en: Así son hoy las familias mexicanas: entre la tradición, el cambio y la diversidad.
Hoy existen hogares encabezados por mujeres, familias monoparentales, ampliadas, compuestas, parejas sin hijos, personas que viven solas y hogares formados por personas sin parentesco alguno. Y sin embargo, muchas políticas siguen pensadas para un modelo de familia que ya no representa a todos.
La transformación de la estructura familiar no es un fenómeno aislado, sino parte de un cambio demográfico y social más amplio.
Las mujeres participan cada vez más en la vida laboral, hay un envejecimiento poblacional acelerado, los jóvenes postergan la maternidad o paternidad, y los vínculos afectivos adoptan nuevas formas.
Pero ante este panorama, el Estado mexicano sigue operando con esquemas rígidos que privilegian a la familia nuclear como único sujeto de derecho y atención.
¿Dónde están las políticas públicas para las abuelas que crían a sus nietos solas? ¿Para los hombres solos a cargo de sus hijos? ¿Para las parejas del mismo sexo? ¿Para las personas que viven solas pero también tienen redes de afecto y cuidado?
El desafío institucional es enorme. No se trata de sustituir un modelo por otro, sino de ampliar la mirada y reconocer jurídicamente la diversidad familiar como una realidad legítima, con derechos y necesidades específicas.
Eso implica adaptar leyes laborales, programas de salud, políticas de vivienda, educación y pensiones a una población que ya no cabe en una sola forma de hogar.
Pero el reto no es sólo del Estado. También las iglesias, y en especial las de profesión cristiana, deben abrir los ojos a esta transformación. Sus líneas pastorales siguen fuertemente centradas en el ideal de la familia nuclear heterosexual con hijos.
Ese modelo sigue siendo valioso para muchos, pero no puede ser el único que reciba atención, acompañamiento y acogida.
Es momento de que las comunidades de fe reconozcan y acompañen con compasión y respeto a todas las familias reales, sin exclusiones ni etiquetas.
Porque lo que no se nombra, no se acompaña. Y lo que no se reconoce, queda fuera del cuidado, de las bendiciones, de las oportunidades.
La pastoral familiar también debe hacerse cargo de las abuelas que son el sostén del hogar, de los migrantes que sostienen familia a la distancia, de los adolescentes que crían a sus hermanos, de los hogares ensamblados, de los adultos mayores que viven solos.
No se trata de relativizar el valor de la familia, sino de hacerlo más humano, más amplio, más real. Y esa es una tarea urgente si queremos que nuestras políticas y nuestras iglesias respondan con justicia a la complejidad del México que somos hoy.