
Cómo la Iglesia pasó de las catacumbas al trono del Imperio romano
Muchos, especialmente en círculos evangélicos, sostienen de manera simplista —y por ello distorsionada— que la Iglesia católica fue fundada por Constantino. Nada más lejos de la realidad.
Cuando el emperador romano decidió intervenir, la Iglesia cristiana, que ya se llamaba”católica” desde finales del siglo I y principios del siglo II, ya se había extendido por todo el Imperio, había sobrevivido a persecuciones y contaba con una estructura sólida: obispos, liturgia, comunidades organizadas y un canon parcial de Escrituras.
Lo que hizo Constantino no fue fundarla, sino legalizar su existencia e incorporar su fuerza moral al orden imperial. Primero le dio libertad; después, la intervino. Convocó concilios, respaldó decisiones doctrinales y, sin proponérselo, inauguró una nueva era: la del cristianismo asociado al poder.
La fe que sobrevivió a la persecución
Durante los tres primeros siglos del cristianismo, los seguidores de Jesús vivieron en la marginalidad. Reunidos en casas particulares o en catacumbas, celebraban la fe en secreto, perseguidos por un Imperio que los consideraba subversivos.
Hay que señalar que las iglesias católicas no tenían templos, ni privilegios, ni poder político; solo tenían una fe que los unía y una esperanza que les daba sentido.
A pesar de los martirios y prohibiciones, el catolicismo que significa “cristianismo universal” creció. Su mensaje de amor, perdón y dignidad humana atrajo tanto a esclavos como a libres, a mujeres y hombres de todas las clases sociales.
Cuando el poder político intentaba aplastar esa fe, lo único que lograba era hacerla más fuerte. El testimonio de los mártires se convirtió en semilla de nuevas conversiones.
Hacia comienzos del siglo IV, el cristianismo ya era una presencia viva y extendida por todo el mundo romano.
El giro constantiniano
En el año 313, el emperador Constantino promulgó el Edicto de Milán, que otorgó libertad de culto a los cristianos. Por primera vez en la historia, la Iglesia dejó de ser ilegal.
El cambio fue tan profundo que muchos lo interpretaron como un signo providencial: después de siglos de persecución, el cristianismo podía ahora salir a la luz y construir templos sin miedo.
Sin embargo, ese mismo hecho marcó el inicio de una transformación más compleja. Constantino, aunque no fue teólogo ni obispo, comenzó a involucrarse en los asuntos internos de la Iglesia.
En el año 325 Convocó el Concilio de Nicea, donde los obispos definieron los primeros grandes principios de la fe católica frente a las herejías del momento.
El emperador presidió el concilio no como pastor, sino como árbitro político de la unidad del Imperio. Su objetivo era evitar divisiones religiosas que pudieran derivar en conflictos sociales. Por eso podemos afirmar que la Iglesia no nació con Constantino: sino que Constantino llegó a la Iglesia.
El poder que toca lo sagrado
A partir de entonces, el cristianismo dejó de ser una comunidad perseguida para convertirse en una institución cercana al poder imperial.
Los obispos ganaron influencia, los templos comenzaron a recibir apoyo estatal, y las conversiones masivas sustituyeron a las conversiones personales.
Lo que había nacido como una fe del corazón empezó a transformarse en una religión oficial, con todo lo que eso implicaba: privilegios, jerarquías y, poco a poco, distancias respecto al pueblo sencillo que la había sostenido en los tiempos difíciles.
De la fe al sistema
La Iglesia, que antes sobrevivía en la pobreza y el anonimato, entró en la lógica del Imperio: adoptó su lenguaje, su estructura y su modo de pensar. No perdió su misión espiritual, pero la confusión entre lo sagrado y lo político cambió para siempre su rostro.
Aquel paso histórico, que salvó a la Iglesia de la persecución, también la llevó a un nuevo tipo de riesgo: el de confundir la autoridad espiritual con el poder de los reyes.
El llamado “giro constantiniano” no fue el nacimiento de la Iglesia, sino su intervención y transformación dentro del poder.
La fe que había sobrevivido a la espada que la perseguía comenzó ahora a convivir con el trono, con el poder y con sus privilegios.
De esa unión fecunda y peligrosa a la vez, entre la iglesia y el poder imperial, nacería la Iglesia medieval: poderosa, jerárquica, indispensable para el orden de Europa, pero también cada vez más distante del espíritu del Evangelio que la había hecho nacer.










