Durante décadas, su voz fue sinónimo de grandeza. Plácido Domingo no sólo fue un tenor legendario, sino también un símbolo de elegancia, esfuerzo y pasión por la ópera. Desde su debut en la década de 1960, su figura llenó los grandes teatros del mundo: el Metropolitan, La Scala, el Teatro Real. Pocos artistas han cantado tanto, con tanto, por tanto tiempo. Pero también pocos han vivido un viraje tan brusco en la percepción pública.
En 2019 comenzaron a surgir acusaciones de acoso sexual en su contra. Al menos una veintena de mujeres, la mayoría colegas de la industria operística, señalaron comportamientos indebidos que, durante años, se habrían tolerado o encubierto en el ambiente artístico. Las reacciones no se hicieron esperar. Algunas instituciones suspendieron sus contratos, otras lo defendieron. La presión mediática fue intensa. En medio del torbellino, Domingo optó por un gesto inusual: pidió disculpas.
“No quise hacer daño a nadie, pero reconozco que mis acciones pudieron haberlo hecho”, dijo entonces. La frase, si bien breve, marcó un punto de inflexión. A diferencia de otros casos de figuras públicas que optaron por la negación o el silencio, Domingo aceptó cierto grado de responsabilidad y se retiró de varios compromisos en Estados Unidos.
Un año después, su nombre volvió a los titulares, ahora vinculado —aunque no formalmente acusado— a una investigación en Argentina sobre una red de trata de personas con fines sexuales. El caso no lo involucró judicialmente, pero sí aumentó el escrutinio sobre su figura. Otra mancha en una carrera hasta entonces impecable.
Y sin embargo, el arte no se cancela. Desde 2022, Domingo ha continuado con presentaciones en Europa, recibiendo aplausos de públicos que, lejos de olvidarlo todo, han elegido valorar su legado musical sin ignorar los errores del hombre. Ha dirigido orquestas, cantado en galas y festivales, y mantenido una vida artística más discreta, pero no ausente.
La historia de Plácido Domingo, con sus luces y sombras, deja muchas lecciones. La primera: que ningún talento, por grande que sea, está por encima de la dignidad de los demás. La segunda: que los caminos de redención no se construyen con negaciones, sino con responsabilidad. Y la tercera: que las instituciones culturales tienen el deber de crear entornos seguros para todos, sin temor a enfrentar a las figuras que más admiran.
No se trata de borrar a Domingo de la historia. Sería tan injusto como haber callado a quienes lo denunciaron. Se trata de entender que las biografías humanas son complejas, que la cultura puede ser crítica sin ser destructiva, y que todos —artistas, públicos, medios y sociedad— estamos llamados a aprender.
Plácido Domingo sigue cantando. Su voz ya no suena como antes, pero lo que dice con su historia sigue teniendo eco. Un eco que nos recuerda que el verdadero arte no solo se mide por la belleza de una nota, sino por el respeto que inspira fuera del escenario.