Por qué es justa y urgente una Ley de Aguas que ponga fin a la mercantilización del recurso

Vista de infraestructura hídrica en México con depósitos de agua y zonas agrícolas, representando la administración estatal del recurso.
Infraestructura hídrica y zonas agrícolas en México, recordatorio de que el agua es un bien nacional cuya gestión debe responder al interés público.

La nueva Ley General de Aguas corrige una distorsión histórica: durante décadas, un recurso que constitucionalmente pertenece a la Nación operó como un activo transferible entre particulares. Restablecer la rectoría del Estado no es un acto de autoritarismo, sino una medida urgente para garantizar justicia hídrica y evitar que el agua siga siendo utilizada como patrimonio privado.

La aprobación de la nueva Ley General de Aguas ha generado resistencias visibles, especialmente entre algunos grupos agrícolas que ven afectada la posibilidad de transmitir concesiones entre particulares. 

Sin embargo, detrás de estas inconformidades existe un hecho que durante décadas se evitó reconocer con claridad: el agua en México, aunque constitucionalmente es un bien de la Nación, terminó funcionando en la práctica como un bien privado. No por un decreto, sino por las lagunas del marco legal previo y por un mercado informal que convirtió un recurso público en un activo patrimonial de uso particular.

El artículo 27 constitucional es inequívoco: las aguas del territorio nacional pertenecen a la Nación, no a individuos, empresas ni módulos de riego. Lo único que pueden recibir las personas es un título administrativo de concesión, sujeto a plazos, condiciones y supervisión del Estado. 

Sin embargo, la Ley de Aguas Nacionales de 1992 permitió una flexibilidad tal en la cesión, arrendamiento y traspaso de concesiones que, con el tiempo, estas comenzaron a operar como bienes transferibles, casi como propiedad privada

Se compraban predios con “derecho al agua incluido”, se negociaban volúmenes dentro de los módulos de riego y se estructuró un mercado de transmisiones ajeno al espíritu del legislador. En términos prácticos, el agua se volvió una mercancía.

Este fenómeno no solo distorsionó el principio constitucional, sino que produjo desequilibrios estructurales. Parcelas con acceso a agua podían valer hasta tres o cinco veces más que las que no lo tenían, creando un incentivo patrimonial para tratar la concesión como un bien negociable. La transmisión se volvió una fuente de riqueza particular y, en algunos casos, de especulación. Bajo ese esquema, un recurso vital y escaso dejó de organizarse según criterios de justicia, sostenibilidad o equidad, y pasó a depender de quién podía pagar por él, heredar un derecho o recibirlo en una operación privada.

Los productores agrícolas que hoy se oponen a la reforma argumentan que se les “quita” un derecho y que el Estado se convierte en árbitro exclusivo de la transmisión. Pero es precisamente ese el punto: el Estado ya era el único titular legítimo del agua. Su papel siempre ha sido regular, otorgar y supervisar concesiones para asegurar que un bien público se utilice en beneficio de todos. Lo que hoy se etiqueta como “injusticia” es, en realidad, el restablecimiento de la legalidad constitucional. No se elimina un derecho adquirido; se corrige un privilegio que nunca debió existir.

La resistencia proviene de sectores que, durante años, integraron el acceso al agua a su patrimonio económico. No se puede ignorar su preocupación por la devaluación de tierras o la pérdida de flexibilidad productiva. Sin embargo, el interés particular no puede colocarse por encima del interés general en un contexto de estrés hídrico, sobreexplotación de acuíferos y desigualdades profundas en el acceso. Mantener la transmisión libre de concesiones perpetuaría un modelo en el que unos cuantos continúan obteniendo beneficios económicos de un recurso que pertenece a toda la población.

La nueva ley no resuelve todos los problemas del país en materia hídrica, pero corrige una de las distorsiones más graves: la conversión de un bien nacional en un instrumento de acumulación privada. Al limitar la transmisión entre particulares, el Estado no invade esferas privadas ni actúa con autoritarismo; cumple con su obligación de garantizar gobernanza, equidad y sostenibilidad en un recurso imprescindible para la vida, la agricultura, la industria y los servicios urbanos.

En un momento en que el país enfrenta sequías recurrentes, acuíferos sobreexplotados y tensiones sociales por el acceso al agua, era insostenible mantener un marco legal que facilitara la privatización de facto. 

La rectoría pública del agua no es una opción ideológica, sino una condición indispensable para proteger el futuro de millones de personas. Por eso la ley no solo es justa, sino urgente. Restituye al agua su carácter de bien público y coloca al Estado, no al mercado, en el centro de su regulación. 

México ya no podía permitirse que un recurso vital siguiera funcionando como moneda de intercambio en beneficio de algunos y en detrimento de muchos.

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