¿Por qué ha sido tan difícil acabar con la delincuencia organizada?

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Hablar de la delincuencia organizada en México es como mirar una herida que no deja de sangrar. Por más que han pasado gobiernos, promesas, operativos y discursos, la violencia sigue presente. ¿Por qué? Porque el problema no es solo de balas y patrullas. Es un mal que se ha metido hasta los huesos de nuestro sistema, nuestras comunidades y nuestra historia.

Una de las razones más dolorosas es la corrupción. En muchas pequeñas regiones del país, el crimen organizado no sólo opera: gobierna. Hay presidentes municipales, policías locales, ministerios públicos y hasta gobernadores que han sido señalados por tener vínculos con los grupos criminales. Cuando el propio gobierno local protege a los delincuentes, ¿cómo puede la ley hacer justicia?

Pero no todo viene desde adentro. Desde el norte del país, cruzando la frontera, llega otro gran problema: las armas. Estados Unidos, que consume millones de dólares en drogas mexicanas, también exporta armas ilegales a nuestro país. Rifles de asalto, granadas, hasta lanzacohetes han terminado en manos de los cárteles. Y mientras eso no se detenga, el ejército y la Guardia Nacional siempre estarán un paso atrás.

Y hablando de Estados Unidos, también hay que decirlo con claridad: su gobierno ha sido débil y contradictorio. Por un lado pide que México controle el narcotráfico, pero por otro mantiene un mercado abierto y enorme para las drogas. No hay un control real de su consumo, ni una política firme para detener el flujo de armas. Así, mientras aquí se libra una guerra, allá se alimenta.

Ahora, no se puede ignorar la raíz social del problema. En México todavía hay millones de personas que viven en pobreza. Y aunque se han hecho esfuerzos desde el gobierno para ayudar con becas y apoyos, la realidad es que para muchos jóvenes no hay futuro claro. Si no hay trabajo, ni escuela, ni esperanza, el crimen organizado se vuelve una tentación, una salida rápida, una forma de sobrevivir.

Y esto nos lleva a otro punto más complicado: el narco ya no sólo está en la calle. Ha llegado a las casas, a las familias, a las comunidades. Hay lugares donde la economía local depende del “patrón”. Donde quien manda es el jefe del cártel y no el presidente municipal. Donde los niños crecen viendo que ser sicario es más rentable que ser maestro. Así, cuando el ejército entra a combatir, se enfrenta no sólo a criminales, sino también al riesgo de dañar a civiles, a familias completas, a la propia sociedad.

Por eso no basta con mandar soldados o helicópteros. Hay que atacar la raíz: romper la corrupción, frenar el tráfico de armas, cerrar el mercado de drogas, ofrecer futuro a los jóvenes, y proteger el tejido de nuestras comunidades.

Porque mientras el crimen siga encontrando complicidad en los gobiernos, armas en las fronteras, clientes en el norte y reclutas entre los pobres, la violencia seguirá. No por falta de fuerza, sino por falta de justicia, de oportunidades y de valor para hacer los cambios de fondo.

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