Desde la primaria, a los niños en América Latina se les enseña que habitan el continente americano, uno que va desde Alaska hasta Tierra de Fuego, abarcando América del Norte, Central y del Sur.
Sin embargo, en el habla cotidiana —y sobre todo en los medios internacionales— el término americano suele asignarse a los ciudadanos de los Estados Unidos. ¿Cómo llegamos a aceptar que una nación se apropie del gentilicio de todo un continente? La respuesta está en una combinación de historia, poder y lenguaje.
Una cuestión de nombre… y de omisión
A diferencia de otros países que tienen nombres con gentilicios definidos (como Francia-francés, México-mexicano o Argentina-argentino), Estados Unidos enfrenta un reto nominal: su nombre oficial es Estados Unidos de América. No hay un adjetivo derivado de ese nombre que fluya con facilidad: estadounidense suena formal, técnico y muy poco utilizado en inglés (United Statesian jamás pegó).
Ante esta dificultad, se impuso el atajo más obvio: apropiarse del “América” que forma parte de su nombre oficial y usarlo para autodenominarse. Así, American en inglés pasó a ser sinónimo de ciudadano estadounidense, con la venia del poder político, económico y cultural que ese país ha ejercido durante siglos.
El peso del idioma inglés
La hegemonía del inglés como lengua global también ha contribuido a naturalizar este uso. En inglés, no hay una alternativa común a American para referirse a alguien de Estados Unidos. Incluso la palabra estadounidense carece de una traducción directa y aceptada en ese idioma.
Además, el inglés tiende a dominar la narrativa global. Los medios, la música, el cine, la diplomacia y la tecnología difunden el uso de American como equivalente de “ciudadano de EE.UU.”, lo que termina influyendo incluso en países hispanohablantes, que a veces adoptan ese término sin analizar sus implicaciones.
Un acto de colonialismo lingüístico
Muchos expertos lingüistas y pensadores sociales ven en este uso un acto simbólico de apropiación, es decir, un “colonialismo lingüístico” por el cual una nación no sólo ejerce influencia sobre otras, sino que también absorbe el lenguaje que debería pertenecer a todos.
En este sentido, llamar “americanos” exclusivamente a los estadounidenses es invisibilizar la existencia de canadienses, mexicanos, guatemaltecos, brasileños, peruanos, argentinos y muchos otros pueblos que también son, con todo derecho, americanos.
¿Y qué dicen los estadounidenses?
Lo interesante es que dentro de Estados Unidos, la mayoría de los ciudadanos ni siquiera se cuestiona este uso. Para ellos, ser “American” es parte natural de su identidad. Pocos reflexionan sobre el hecho de que hay millones de “other Americans” al sur y al norte de sus fronteras.
Algunos sectores académicos y activistas han propuesto alternativas como U.S. citizen, United Statesian o simplemente estadounidense en traducciones al español, pero esas propuestas siguen siendo marginales frente al peso de la costumbre y la tradición institucional.
El sentido de la resistencia
Desde una perspectiva lingüística, las lenguas están vivas y evolucionan con el uso. Pero también son un campo de poder. Rechazar el uso de “americano” como sinónimo exclusivo de estadounidense no es un purismo idiomático; es una forma de reivindicar la pluralidad del continente y de reafirmar una identidad compartida entre pueblos que, aunque diversos, comparten la historia, la tierra y el nombre de América.
Usar con conciencia el término estadounidense en lugar de americano es una pequeña pero muy significativa forma de resistencia.
Porque las palabras importan.