En México, la salsa no es un mero acompañante: es la chispa que enciende el alma de un platillo, la pincelada que transforma lo ordinario en memorable. Desde una sencilla tortilla con frijoles hasta un complejo mole servido en una fiesta patronal, la salsa está presente como puente de sabor y como testigo de nuestra historia culinaria.
Su origen es tan antiguo como el maíz. Mucho antes de la llegada de los españoles, los pueblos originarios ya molían chiles, jitomates y tomates verdes en metates y molcajetes para acompañar carnes de caza, pescados y vegetales.

El chile —en sus incontables variedades— no solo aportaba picor, sino también vitaminas, antioxidantes y un carácter inconfundible a cada preparación.
Con el mestizaje, las salsas se enriquecieron con ingredientes como la cebolla, el ajo, el cilantro, el aceite y especias que cruzaron océanos, creando una diversidad tan amplia como los paisajes de México.

Las salsas mexicanas no son todas de fuego intenso: pueden ser suaves y aterciopeladas, como una salsa de jitomate asado; aromáticas y herbales, como la de cilantro y chile serrano; o profundas y complejas, como el mole que combina chiles secos, semillas, especias y chocolate.
En las salsas mexicanas cabe la creatividad: una salsa verde con aguacate que refresca un taco de carnitas, una salsa borracha para realzar una carne asada, o una molcajeteada de chile de árbol que despierta los sentidos con solo mirarla.

Nutricionalmente, estas preparaciones son una joya. El jitomate y el tomate verde aportan vitamina C y licopeno; el chile contiene capsaicina, que estimula el metabolismo y la circulación; las hierbas frescas son fuente de minerales; y las semillas o frutos secos, como el cacahuate o la pepita de calabaza, añaden proteínas y grasas saludables. Así, además de sabor, las salsas transmiten bienestar.
Y aunque cada familia tiene su versión favorita, lo cierto es que la salsa es también un lenguaje no escrito de hospitalidad: ofrecerla es invitar a compartir, a quedarse un poco más en la mesa, a contar historias mientras se moja la tortilla en su brillo de colores.

Quizá el secreto de su vigencia no esté solo en la variedad de chiles o en la técnica de moler, sino en que cada salsa mexicana encierra algo de su creador: un toque más de ajo, un asado más intenso, una pizca de sal que evoca la mano de la abuela. Así, en cada cucharada de salsa viaja la memoria, el sabor y el ingenio de un país entero.