La crisis en Los Ángeles se agudiza. Con granadas de estruendo, gases lacrimógenos y uso de fuerza física, la policía intentó disolver a miles de manifestantes que rechazan las redadas migratorias impulsadas por el presidente Donald Trump. Durante los enfrentamientos, al menos dos vehículos autónomos fueron incendiados, y se reportaron múltiples detenciones. Las autoridades declararon todo el centro de la ciudad como “zona de reunión ilegal”, en un gesto que remite más a un estado de excepción que a una política democrática de contención.
El despliegue de cerca de 300 efectivos de la Guardia Nacional, ordenado directamente por Trump, representa un punto crítico en el conflicto. Es la primera vez en décadas que un presidente recurre a este cuerpo militar sin que exista una solicitud ni el consentimiento del estado afectado. Esta decisión ha sido calificada de “ilegal e incendiaria” tanto por el gobernador de California, Gavin Newsom, como por la alcaldesa de Los Ángeles, Karen Bass.
Newsom ya ha anunciado que el estado interpondrá una demanda contra la administración Trump por el despliegue unilateral de tropas. Desde su perspectiva, no se trata de una medida de seguridad, sino de una provocación con fines políticos. La alcaldesa Bass también ha señalado que esta acción no resuelve los problemas de fondo y que solo agudiza la tensión social.
Este episodio va mucho más allá de una protesta local. Representa un choque de visiones sobre el uso del poder público, los derechos de los migrantes y la autonomía de los estados frente al gobierno federal. Mientras en las calles el clamor popular exige dignidad y justicia, desde los altos mandos del poder se responde con militarización y amenaza. La batalla legal que se avecina entre California y Trump no sólo definirá el destino inmediato de esta crisis, sino también el precedente para futuras intervenciones del poder ejecutivo en los asuntos internos de los estados.