Julio 2025
Las imágenes de Kerr County y del centro de Texas nos han estremecido. Más de un centenar de personas, entre ellas decenas de niñas en campamentos de verano, han perdido la vida a causa de las intensas lluvias que provocaron el desbordamiento del río Guadalupe.
No se trata de un fenómeno natural cualquiera: el desastre ha sido repentino, violento, desolador. Y la tragedia sigue en curso. Se esperan nuevas tormentas, las aguas no han retrocedido del todo, y los cuerpos de rescate continúan removiendo lodo y escombros en busca de desaparecidos.
La dimensión humana de esta tragedia no se puede pasar por alto. Vidas truncadas, familias desmembradas, comunidades enteras en duelo. La muerte de 28 menores en un solo punto, el campamento Mystic, duele en cualquier rincón del mundo. Y en medio de ese dolor, emerge la necesidad de una presencia: la del consuelo, la del Estado, la de quien da la cara cuando el pueblo más lo necesita. Pero esa presencia, hasta ahora, ha brillado por su ausencia.
Resulta difícil de entender, y más aún de justificar, que el presidente Donald Trump —aunque ya haya firmado una declaración federal de desastre— no se haya hecho presente físicamente en la zona más golpeada. En una cultura política que valora el liderazgo visible, el símbolo y el gesto, su ausencia no es un descuido técnico: es una señal política. Y es una señal equivocada.
Los grandes líderes del mundo no sólo gestionan crisis desde sus escritorios. Se arremangan la camisa, pisan el lodo, escuchan a las víctimas y abrazan a los dolientes. Porque un gobierno que no acompaña en la desgracia pierde autoridad moral cuando reclama obediencia en tiempos de paz. Lo que Trump ha omitido en Texas no es una formalidad: es un acto esencial de humanidad.
Del otro lado de la frontera, Coahuila ha extendido su mano solidaria. No es la primera vez que un estado mexicano ofrece ayuda a su vecino estadounidense. Recordemos que durante el huracán Harvey en 2017, también fueron autoridades y voluntarios mexicanos quienes acudieron con víveres, rescatistas y medicamentos cuando más se necesitaban. Que un país en desarrollo —tan a menudo señalado por sus carencias— sea capaz de dar lo que tiene para mitigar el sufrimiento de otro, habla de una fraternidad más profunda que la que dictan los tratados comerciales.
Hoy, cuando muchos voltean a ver a Texas, lo hacen desde el dolor, pero también desde la conciencia. La conciencia de que el cambio climático no espera a que mejore la política; de que los sistemas de alerta temprana deben dejar de ser promesas pospuestas; y de que, ante la devastación, el silencio o la indiferencia no son opciones.
No basta con fondos federales ni con declaraciones en redes sociales. La empatía se demuestra con los pies. Y cuando el líder más visible de una nación se mantiene al margen en medio del luto, lo que queda es un vacío. Un vacío que no lo llenan los helicópteros ni las brigadas, sino la presencia humana del poder.
Desde México, con respeto, con dolor, y también con coraje, extendemos nuestra mano al pueblo texano. Porque la tragedia, cuando se comparte, se vuelve menos insoportable. Y porque hoy más que nunca, necesitamos liderazgos que se mojen los pies.