En varias regiones del continente africano se está gestando una revolución silenciosa pero poderosa: una nueva forma de entender la educación superior. Se llama Campus África 2025, y no se trata sólo de universidades modernas o tecnológicas, sino de centros educativos comprometidos con cambiar la vida de la gente, resolver los problemas de su comunidad y construir un futuro con esperanza para todos, no sólo para unos cuantos.
En México todavía arrastramos una visión de la universidad heredada del modelo neoliberal, donde lo que importa no es tanto lo que aprendes, sino cuánto produces, a qué nivel llegas o cuántos títulos consigues. Lo importante, nos dijeron durante décadas, era competir, no colaborar. Y eso nos alejó de la idea de una educación pensada para servir, para transformar, para unirnos como país.
Una universidad para la vida, no para el mercado
Campus África 2025 propone algo que nos debería inspirar profundamente: universidades que no sólo preparen profesionistas, sino también agricultores más sabios, jóvenes capaces de transformar su comunidad con tecnología, mujeres líderes en ciencia, pueblos que no dependan de otros para salir adelante.
Allá, muchas universidades están poniendo su energía en resolver temas urgentes como el acceso a la energía limpia, la mejora de los cultivos, la protección del agua o el uso ético de la tecnología. Y lo hacen desde una mirada colectiva: no formando genios aislados, sino redes de colaboración entre estudiantes, maestros, comunidades y gobiernos.
En México también tenemos talento, ideas, ganas de salir adelante. Pero muchas veces, nuestras universidades están alejadas de los problemas reales de la gente. No por falta de voluntad, sino por cómo ha sido construido el sistema educativo: fragmentado, competitivo, con pocas oportunidades para jóvenes de zonas rurales, y con poco reconocimiento a las carreras técnicas, agrícolas o sociales.
¿Por qué estamos tan lejos?
Porque durante años, se nos hizo creer que la educación era una especie de “inversión privada”. Si podías pagarla, bien. Si no, buscabas una beca, o trabajabas y estudiabas al mismo tiempo, muchas veces en condiciones durísimas.
Las universidades también tuvieron que “venderse” para sobrevivir: compitiendo por recursos, cumpliendo metas burocráticas, olvidando muchas veces su verdadera razón de ser.
El resultado es que hoy tenemos una cobertura desigual, universidades con excelentes investigadores que pocas veces pisan el campo o el barrio, y miles de jóvenes excluidos que no encuentran oportunidades, ni en la universidad ni fuera de ella.
¿Qué podríamos hacer distinto?
Podríamos empezar, como en África, por preguntarnos: ¿para qué sirve la universidad? ¿Para producir más papeles, o para formar ciudadanos capaces de construir un país más justo?
Necesitamos proponernos universidades como espacios al servicio de las personas, especialmente de quienes más lo necesitan. Donde la ciencia esté al lado del pueblo. Donde se estudie no sólo para trabajar, sino para entender el mundo, para cuidarlo, para transformarlo. Donde los jóvenes puedan estudiar lo que aman y lo que su comunidad necesita.
Esto no empieza en la universidad, empieza en la infancia
Si queremos un México con universidades comprometidas con el desarrollo social, tenemos que empezar mucho antes. Desde la primaria y secundaria necesitamos enseñar a pensar, a investigar, a trabajar en equipo, a respetar las ideas del otro, a cuidar nuestro entorno. Porque un joven que no tuvo buena educación básica, difícilmente llegará a la universidad. Y si llega, muchas veces lo hace con enormes desventajas.
Por eso, hablar de educación superior no es sólo hablar de universidades: es hablar de toda la cadena educativa. De muy poco sirve abrir más planteles si no fortalecemos la base. Debemos recordar que el conocimiento no tiene que ser elitista ni aburrido: puede ser popular, alegre, útil, comunitario.
¿y si dejamos de copiar modelos del norte y miramos al sur?
Durante mucho tiempo, en México miramos hacia Estados Unidos o Europa como modelos educativos. Pero tal vez ya es momento de mirar hacia otras regiones, como África, donde están surgiendo propuestas frescas, valientes y profundamente humanas. Campus África 2025 nos hace saber que otra educación es posible. Una que no deje a nadie fuera. Una que no se rinda ante la pobreza. Una que construya dignidad y esperanza.
Tal vez, si escuchamos esas voces, también podamos empezar a pensar en un México donde la universidad vuelva a estar cerca del pueblo. Donde aprender sea también un acto de justicia.