México y los refrescos: la sed que nos cambió

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No éramos así

Hubo un tiempo en que el refresco era sinónimo de fiesta. Se servía en cumpleaños, bodas, bautizos y fines de semana. El resto de los días la familia se hidrataba con agua, con café o con aguas de fruta hechas en casa. 

Las comidas se acompañaban con agua de jamaica o de limón, endulzada con moderación, y en las tiendas de abarrotes las botellas de vidrio ocupaban apenas un rincón del mostrador.

La cultura mexicana de la mitad del siglo XX giraba en torno a la cocina, no al refrigerador. La noción de tomar algo frío y gasificado era casi un lujo moderno. 

Pero la vida urbana cambió las costumbres: el aumento del calor en las ciudades, la expansión del comercio en cadena y la publicidad omnipresente empezaron a instalar la idea de que el refresco era “refrescante”, necesario y hasta familiar. México comenzó a abrirle la puerta, sin darse cuenta, a un hábito que con el tiempo se volvió dependencia.

Cómo nos fuimos haciendo así

La transformación cultural del consumo de bebidas en México tiene cuatro escalones claros:

  1. La desconfianza del agua de la llave.
    Desde la epidemia de cólera de 1991 y los recuerdos de desabasto tras el sismo de 1985, muchos mexicanos comenzaron a temerle al agua corriente. El resultado fue un desplazamiento masivo hacia el agua embotellada… y, por asociación, hacia las bebidas gaseosas, igual de seguras pero mucho más dulces.
  2. La omnipresencia comercial.
    Pocas industrias han logrado la capilaridad que alcanzó el sistema refresquero en México. En pueblos y ciudades, el camión del distribuidor llega antes que el del gas o el del pan. Hoy es más fácil encontrar una botella de 600 mililitros que una fuente de agua potable.
  3. El precio y la costumbre.
    Durante años, el refresco fue barato. Tan barato que se convirtió en parte de la dieta cotidiana, sobre todo en las regiones más pobres. En zonas rurales, donde el agua no siempre es segura, el refresco se transformó en el sustituto práctico del líquido vital.
  4. El bombardeo publicitario.
    La imagen de la familia mexicana feliz alrededor de una mesa con refrescos se volvió símbolo de unidad. A fuerza de repetición, el consumo se normalizó. Lo que antes era un lujo se volvió rutina.

Dónde estamos hoy

Las cifras lo dicen todo: México consume entre 137 y 166 litros de refresco por persona al año, colocándose entre los primeros lugares del mundo. Una lata de 355 mililitros contiene en promedio 35 gramos de azúcar, y una botella de 600 mililitros, hasta 60 gramos.

Con una sola porción, una persona rebasa la recomendación ideal de la OMS: no más de 25 gramos diarios de azúcares libres.

El costo en salud es devastador:

  • 75% de los adultos mexicanos viven con sobrepeso u obesidad (ENSANUT 2022).
  • La diabetes mellitus tipo 2 es la segunda causa de muerte en el país.
  • México es parte de una región que, según Nature Medicine, soporta la mayor carga mundial de enfermedades atribuibles al consumo de bebidas azucaradas.

El daño no es solo médico: también económico. Las familias gastan entre 5% y 10% de su presupuesto alimentario en refrescos. Y los costos indirectos —hospitalizaciones, medicamentos, pérdida de productividad— se estiman en miles de millones de pesos anuales.

Sí se puede

México ya empezó a reaccionar. En 2014, el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios (IEPS) a bebidas azucaradas redujo las compras en un 6% promedio el primer año y hasta 12% en los meses siguientes, especialmente entre hogares de menores ingresos.

En 2020, el etiquetado frontal NOM-051 despertó consciencia en los consumidores con los sellos negros visibles. Y en 2025, las escuelas mexicanas dieron un paso histórico: prohibieron la venta de refrescos y comida chatarra en todos los planteles.

Ahora, el paquete económico 2026 propone duplicar el impuesto actual de $1.64 a $3.08 pesos por litro, con el fin de fortalecer la prevención y financiar la atención de enfermedades derivadas del exceso de azúcar.

El mundo ofrece ejemplos alentadores:

  • Chile redujo las compras de bebidas azucaradas tras combinar impuesto, sellos y restricción de publicidad infantil.
  • Reino Unido logró que las empresas reformularan sus productos con menos azúcar para evitar un impuesto más alto.
  • En ciudades de Estados Unidos, como Berkeley, el consumo cayó de forma sostenida.

El mensaje es claro: las políticas integrales funcionan. No se trata de prohibir, sino de informar, regular y ofrecer alternativas reales.

Un mundo ideal

Un México con menos refrescos sería un país con salud. En ese mundo ideal:

  • En las escuelas, los niños pedirían agua natural sin sentir que renuncian a nada.
  • En las casas, las jarras volverían a llenarse de aguas frescas naturales hechas con fruta de temporada.
  • En los restaurantes y tienditas, el agua segura sería la opción por defecto.
  • Y en la publicidad, la felicidad no se mediría en burbujas, sino en bienestar.

La verdadera frescura no está en la efervescencia, sino en la claridad de las decisiones que tomamos como sociedad. México ya demostró que puede transformar su cultura alimentaria cuando hay voluntad colectiva. La próxima gran conquista de salud pública podría comenzar tan simple como abrir el grifo sin miedo… y dejar la botella cerrada.

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